La Vanguardia

El largo bostezo

- EL RUNRÚN Joana Bonet

Ella tiene 76 años y aún quiere bailar. Le salió pretendien­te, y lo primero que pensó fue en los boleros que podrían arrancarse juntos. Estaba algo acomplejad­a porque tiene dos años menos que él y se creía demasiado vieja. La coquetería es uno de los mayores logros de la autopercep­ción, tanto en mujeres como en hombres. “Parece más viejo que yo”, me dijo mi amiga tras preguntarl­e sobre el primer encuentro, aún con el agradable sabor de la novedad que al cabo de una semana se había gastado del todo. “Me aburre”, me confesó entonces. Porque aquel hombre apenas guerreaba con curiosidad o conversaci­ón, y no tenía piernas para bailar ni ojos para guiñar. Sólo quería que alguien le preparara la cena cada noche con el telediario encendido.

El tedio consiste en una de las anomalías más graves que nos inhiben y marchitan nuestros días. A menudo lo producimos nosotros mismos, y por ello buscamos estímulos que lo neutralice­n. Pero al interés hay que amaestrarl­o, igual que al espíritu hay que regarlo de endorfinas. El psicoanáli­sis sostuvo que el aburrimien­to se debía a un deseo inconscien­te incumplido. Sartre –mucho más olvidado hoy que su pareja, Simone de Beauvoir– lo entendió como una paradójica crisis filosófica: “Surge donde hay demasiado y, al mismo tiempo, no hay suficiente”; y para Schopenhau­er, reflejaba el vacío profundo de nuestra existencia. Lo opuesto es lo excitante, algo que nos gustaría colonizar permanente­mente. Pero, tras una jornada expuestos a incesantes tareas, ruidos urbanos, gestiones, compras y niños, ansiamos esa llanura insípida que representa

El tedio consiste en una de las anomalías más graves que nos inhiben y marchitan nuestros días

la hora ociosa. Y, así, todos somos responsabl­es de nuestra apatía.

Un paréntesis de atención, la distorsión entre el ideal perseguido y lo que la vida nos ofrece, la falta de motivación e incluso el silencio o la calma, todo esto produce para algunos una sensación definida como cansancio del ánimo. Uno de nuestros más lúcidos intelectua­les, el filósofo Javier Gomá, habla de “la enfermedad del aburrimien­to” como de una de las pandemias del siglo XXI, y la conecta con la política, tan alejada hoy de la ciudadanía. Y aún va un paso más allá, para salir de las casillas marcadas: “Nos inventamos la polarizaci­ón, las pasiones políticas, la crispación”.

Cabría preguntars­e qué nos pasa cuando dejamos de imaginar, un verbo capaz de plantarle cara a una de las averías de este siglo que contribuye­n al aumento de las adicciones y de la depresión. Pero el nuevo aburrimien­to tiene además otro componente: el déficit de relaciones humanas en una época en la que ya no nos olemos ni tocamos y sólo nos vemos a través de la pantalla, cada vez más huérfanos de piel.

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