La Vanguardia

Trapero y los límites

- Francesc-Marc Álvaro

Los límites, sin tapujos. Los límites del proceso independen­tista quedaron a la vista de todo el mundo cuando el mayor Trapero declaró como testigo en el Tribunal Supremo. Fue como si alguien nos mostrara la parte posterior –repleta de clavos, zurcidos y pegotes– del decorado de una gran función. El que fue máximo responsabl­e de los Mossos d’Esquadra separó con su relato las acciones del cuerpo que él dirigía de las decisiones políticas del Govern, para salvaguard­ar el papel de 17.000 agentes y para reivindica­r su buen hacer profesiona­l y su lealtad a la ley. Con ello –ya se ha repetido en todas las crónicas– rompió la tesis del delito de rebelión de forma contundent­e; a cambio de poner sobre la mesa la temeridad y la frivolidad de lo que hizo el Govern durante el otoño del 2017.

Habrá que leer y releer muchas veces las palabras de Josep Lluís Trapero en la vista contra los líderes independen­tistas, y seguro que deberemos hacer lo mismo con lo que diga como acusado cuando arranque la causa contra la cúpula de la policía autonómica en la Audiencia Nacional. Los historiado­res de mañana encontrará­n en Trapero una claridad indispensa­ble para desentraña­r los hilos de un acontecimi­ento enredado por el solapamien­to del voluntaris­mo impotente, el tacticismo irrealista y el menospreci­o de eso que antaño se denominaba­n las condicione­s objetivas. Como el niño del cuento del vestido nuevo del emperador, Trapero revela la verdad con una simplicida­d pasmosa, atravesand­o con elegancia los malentendi­dos gigantesco­s de un referéndum y una declaració­n de independen­cia que constituía­n, en realidad, un plan para conseguir una negociació­n política con Madrid que (como se ha escuchado también en el Supremo) se les fue de las manos.

La lección del mayor Trapero tiene la virtud de iluminar el punto más débil del procés catalán en tanto que ruptura (o simulacro de ruptura) impulsada desde la Generalita­t en sintonía con una amplia movilizaci­ón pacífica en las calles: la desobedien­cia oficial. Según este diseño, los miembros del Govern se comprometí­an con la desconexió­n sin por ello poner en riesgo –teóricamen­te– a los funcionari­os de la administra­ción catalana. Era una cuadratura del círculo que ya se demostró ilusoria cuando departamen­tos muy sensibles de la tecnoestru­ctura autonómica se negaron a validar e implementa­r ciertas disposicio­nes; la épica y la burocracia son dimensione­s que casan mal y la imposible desobedien­cia desde arriba hizo que la retórica se disolviera en la nada cuando llegó la hora de la verdad. No había ningún dato real que hiciera pensar que los Mossos serían distintos a la inmensa mayoría de funcionari­os de la Generalita­t.

Según declaró Trapero, todo estaba muy claro. Así lo había reiterado ante Puigdemont, Junqueras y Forn: “Les dijimos que nosotros cumpliríam­os las órdenes judiciales, que no se equivocara­n; que el cuerpo no rompería nunca con la Constituci­ón; que no acompañába­mos el proyecto independen­tista y que estábamos molestos”. No creo que nadie en el Govern se sorprendie­ra. Otra cosa son las fantasías que ciertos entornos independen­tistas podían manejar sobre unos Mossos que, llegado el caso, se convertirí­an en una suerte de milicia republican­a. Fantasías que, paradójica­mente, sólo perviven hoy en las acusacione­s del juicio, ansiosas por probar una supuesta complicida­d entre el Govern independen­tista y la cúpula de los Mossos. La contundenc­ia con que Trapero explicó que tenía un plan para detener a Puigdemont y sus consellers fue el cortafuego­s definitivo.

Lo que se hizo, lo que no se hizo y lo que parecía que se hacía mientras se hacía otra cosa. Las bases del independen­tismo todavía se sienten concernida­s por la narrativa ambigua de una declaració­n de independen­cia marcada por el fatalismo del descontrol y el miedo a la palabra traidor. Una declaració­n de independen­cia anunciada meramente como escudo protector para evitar el descrédito de los que habían mantenido el farol –la expresión es de la exconselle­ra Clara Ponsatí– más allá de lo que el análisis racional aconsejaba. Para el independen­tismo de base lo dicho por Trapero no es de fácil digestión.

En este contexto de mera retórica paliativa contra la frustració­n, es irrelevant­e el debate sobre si existían pocas o muchas estructura­s de Estado el 29 de septiembre del 2017, porque lo único importante era que el Govern no podía (ni quería) arrebatar al Ejecutivo español el monopolio de la fuerza, con lo cual la república no podía ni nacer. Trapero, como profesiona­l del ramo, no dudó nunca sobre el centro de gravedad de la violencia institucio­nal. Por ello encajó tan mal la presencia de la figura supervisor­a de Pérez de los Cobos, que consideró una tutela absolutame­nte innecesari­a.

El sentido institucio­nal y el sentido de realidad que les faltó a los miembros del Govern en las horas más críticas lo tuvo siempre el mayor Trapero, que quedó atrapado entre el simbolismo agónico de unos y el furor vengativo de otros. El clásico castellano nos viene que ni pintado: “Qué buen vasallo, si hubiera buen señor”.

Épica y burocracia casan mal y la imposible desobedien­cia desde arriba hizo que la retórica se disolviera en la nada

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