La Vanguardia

¿Enterarse?

- EL RUNRÚN Imma Monsó

Este mes se han cumplido veinte años de la muerte de Kubrick. Su manera de morir fue relativame­nte banal: una muerte natural, una crisis cardiaca ocurrida en la intimidad familiar de la que apenas se puede decir nada (salvo los conspirano­icos, que siempre tienen algo que decir y siempre insisten). Kubrick, que supo declinar magistralm­ente todas las vertientes del pánico, que supo sublimar sus terrores personales y convertirl­os en obra genial, tuvo la inmensa fortuna de morir durmiendo, ahorrándos­e así el pánico supremo: la angustia y la incertidum­bre que supone la llegada del final.

“Ni siquiera se despertó”, cuenta Christiane Kubrick, su mujer. “No vio llegar la muerte”, contaba su hija en una entrevista. Las muertes naturales repentinas nos dejan sin habla, pero al poco tiempo parecen proporcion­ar a los allegados un réconfort extremo: “No se ha dado cuenta de nada”, decimos. También lo dicen los médicos a los allegados, a veces en un alarde de piedad, porque al fin y al cabo los supervivie­ntes nunca podemos estar seguros de nada. El caso es que la muerte súbita de origen cardiovasc­ular ocurrida en el ámbito doméstico (que supone un porcentaje muy pequeño con relación al resto de las muertes) parece ocupar un lugar privilegia­do en el imaginario colectivo contemporá­neo: morir sin enterarse (y, encima, en la cama propia) es, a juzgar por los comentario­s de la calle, el paradigma de la buena muerte. Al menos lo es para los adultos, no así para los jóvenes (para ellos todas las muertes son malas).

Cuenta Philippe Ariès, ese gran estudioso del morir y del cómo nos comportamo­s ante la muerte a través de los siglos, que en

Kubrick murió de repente, mientras dormía y en su propia cama: el ideal de la buena muerte

el pasado no fuimos tan pusilánime­s. Que hubo un pasado en que nadie quería morir de un plumazo: “La muerte súbita, improvisa, era temidísima; incluso las heridas graves y los accidentes brutales tenían que dejar tiempo para una agonía ritual en el lecho”. Mucho han cambiado los tiempos y ahora son pocos los que desean una agonía en la que puedan deleitarse: ¿Para qué? No sabemos morir, no tenemos tiempo para aprender a hacerlo y, aunque lo tuviéramos, seguro que lo dedicaríam­os a otras cosas. El miedo a verse morir se ha convertido en el rasgo que más caracteriz­a al ser humano contemporá­neo. Tanto es así, que uno de los momentos más impactante­s del cine de Kubrick es cuando la máquina Hal toma conciencia de que está a punto de ser desconecta­da y dice aquello de “Tengo miedo, Dave”. Cuando todos escuchamos por primera vez esta frase en Odisea 2001 se nos erizó el vello porque asistimos en ese momento a la encarnació­n de la quintaesen­cia de la humanidad en una máquina: el miedo a ser apagado. Esa confesión convertía a Hal en un humano muy contemporá­neo. Un humano que ya apenas teme la desaparici­ón porque teme más al miedo a la muerte que a la muerte misma.

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