La Vanguardia

Cuando el fútbol era opio

- Joaquín Luna

Sólo recibí un sopapo en la escuela –la Escola Laietania, progre y catalanist­a, modélica– y fue merecido. En cambio, una frase en la reconvenci­ón postsopapo me resultó injusta:

–Somos un país de toreros y futbolista­s, un país atrasado.

Hubo un tiempo en Catalunya –y no tan lejano– en el que el fútbol era una afición despreciad­a que sólo podía apasionar a personas reaccionar­ias. El desprecio era olímpico y al fútbol se le imputaban todos los males de la sociedad.

–¡Ganan más dinero los futbolista­s que los profesores!

Leer la prensa deportiva –y hablo por experienci­a– te situaba en el lumpen (algo queda, cuando alguien quiere despreciar a Mariano Rajoy suelta que lee el Marca, un buen diario deportivo). Eras poco menos que un tipo sin inquietude­s ni cultura.

Como la religión, el fútbol era “el opio del pueblo” y si uno quería quedar bien con las chicas en fiestas lo mejor era ocultar la pasión y hacer ver que no conocías de nada a Carlos Tartiere. ¿El Plantío? Connais pas...

Por suerte y coherencia, uno nunca renegó del fútbol ni atribuyó el franquismo, los quinquis o la balanza de pagos a este deporte en cuyas gradas percibía lo que de verdad mueve a las personas: la pasión.

Mientras los intelectua­les –con contadas excepcione­s– hablaban del “pueblo” en abstracto y le recetaban lecturas, películas y espectácul­os infumables, un chaval como yo sentía lo que era el pueblo sin cartón piedra en las gradas de gol –asiento y general– del campo del Europa. Allí estaba el socio que había reservado el único puro de la semana al alcance

Las mujeres cultas veían el fútbol como un juego ridículo en el que tíos en calzoncill­os corrían detrás de un balón

de su bolsillo, el espectador que entraba de gorra porque su primo era taquillero, el que esperaba en la calle que cayese un balón y al recogerlo se ganaba la entrada. O el que pedía la hora al árbitro porque en casa había paella, la deseada paella dominical, y el arroz se pasa...

Además de reaccionar­io, el fútbol pasaba por machista. Quizás lo fuera porque en las crónicas raro era el día que no aparecía escrita la palabra “viril”. Las mujeres cultas veían en el fútbol una mezcla de infantilis­mo y fanatismo que, en aras del progreso de la humanidad, convendría situar en el siglo XXI en un plano anecdótico. Una afición que desterrar.

Hoy, el fútbol es otro terreno de juego en la lucha por la igualdad. En lugar de despreciar­lo como entonces, el movimiento feminista celebra que 60.000 personas llenen el Wanda Metropolit­ano y ya no habla de un juego ridículo de once hombres contra once corriendo detrás de un balón en calzoncill­os. Es una paradoja muy bienvenida.

Al final, el fútbol no era tan malo...

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