La Vanguardia

El vuelo GWI 9525

- Silvia Angulo

Era un día cualquiera. Una mañana normal de un 24 de marzo que no tenía nada de especial. Toni se levantó temprano para ir al aeropuerto. Su mujer dormía y prefirió no despertarl­a, la niña les daba malas noches. Salió de casa para ir al aeropuerto de El Prat. De allí un vuelo le llevaría a Düsseldorf, un trayecto que hacía habitualme­nte por cuestiones de trabajo. No le gustaba volar. Siempre decía que volar no era lo suyo, le daba miedo. Afirmación curiosa para una persona que lo hacía constantem­ente y a veces durante varias semanas, visitando más de un lejano país. El viaje que emprendía aquel martes era corto. Tenía previsto regresar a casa al día siguiente; era casi un ir y venir.

Llegó al aeropuerto a primera hora. Allí había quedado con otros dos compañeros de la empresa que tenía una filial en Detmold y con los que compartirí­a las casi dos horas de vuelo hasta llegar a su destino. Queremos creer que estaría viendo una película o ensimismad­o escuchando música en su tableta. Que con los auriculare­s no se daría cuenta de la discusión que mantenían el capitán y el copiloto a través de una puerta cerrada. Que tampoco oiría los gritos y golpes que el primero daría para intentar abrir la cabina y poder reconducir la trayectori­a del avión o que quizás estaría hablando con su compañero de asiento y que no miró por la ventanilla. Que no se daría cuenta de que el avión descendía peligrosam­ente hasta que el copiloto Andreas Lubitz

Era un día cualquiera, una mañana normal de un

24 de marzo, una jornada que no tenía nada de especial

lo estrelló en los Alpes franceses. Que no se dio cuenta de nada. Todo eso es lo que queremos creer.

A partir de ese momento se hizo el caos. Llamadas y angustia, esperando una respuesta que llegaría horas más tarde. Traslados al aeropuerto y confinamie­nto en la cafetería de la T2, improvisad­o centro de atención para familiares y amigos que, atendidos por psicólogos y personal del aeropuerto, se iban preparando para lo peor, aunque siempre quedaba una brizna de esperanza. Llantos, colas en los lavabos para conectar los móviles, ataques de ansiedad ante las peticiones de pruebas de ADN a los familiares o las preguntas sobre la vestimenta que llevaban esa mañana los viajeros. El desenlace se conoció de la peor manera, quizás no se pueda informar de otra forma que no sea exponer la realidad de un modo tan brutal y crudo. La escogida seguro que no fue la correcta. El responsabl­e enviado por la Delegación del Gobierno, megáfono en mano y encaramado a una silla, gritó: “Están todos muertos”. Y ahí empezó la pesadilla.

En el vuelo GWI9525 murieron 150 personas y pasado mañana se cumplen cuatro años de esta tragedia. Dicen que la aviación –la asociación de afectados trabaja en ello– ha aprendido de los errores que permitiero­n a un piloto de baja, con deseos suicidas y que ya había dado pistas sobre este comportami­ento, comandar un avión. Que ahora la tragedia de Germanwing­s no volvería a ocurrir. Puede ser que sea así, pero esta ha sido una lección excesivame­nte cara para los familiares y las 150 personas que murieron junto al pueblo de Le Vernet.

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