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- Juan-José López Burniol

Juan-José López Burniol sitúa el origen de la compleja relación actual del Reino Unido con la UE en la predilecci­ón británica por Washington: “De Gaulle intuyó que Gran Bretaña optaría por mantener su posición a medio camino entre Europa y América; y que, en caso de tener que elegir, optaría por su aliado atlántico en lugar de por sus vecinos europeos”.

Gran Bretaña ha perdido un imperio y no ha hallado todavía un papel”, dijo en 1962 Dean Acheson, secretario de Estado norteameri­cano de 1949 a 1953. Y es que encontrar un “papel” no resulta fácil cuando se ha sido todo y ya no se es. El título de un libro de Niall Ferguson lo sintetiza bien: El imperio británico. Cómo Gran Bretaña forjó el orden mundial. Ahí está todo: Gran Bretaña forjó el orden mundial, pero hace ya tiempo que se le fue de las manos. Buena parte del mundo, visto desde Whitehall, se dividía en tres zonas: Oriente Próximo, Oriente Medio y Lejano Oriente. Pero este tiempo pasó. El imperio británico se ha desvanecid­o; sólo quedan restos. “Todo lo que había servido –escribe Ferguson– para sostener la supremacía comercial y financiera de Gran Bretaña en los siglos XVII y XVIII y su supremacía industrial en el siglo XIX estaba destinado a derrumbars­e una vez que la economía británica se hubiera doblegado bajo el peso de dos guerras mundiales. El gran acreedor se convirtió en deudor”.

La hegemonía británica se fundó en dos ideas de una potencia enorme. La primera es que las libertades políticas deben estar protegidas por institucio­nes fuertes, tales como un parlamento democrátic­amente elegido, un poder judicial independie­nte y una prensa libre. La segunda, en la tradición de Adam Smith, es que los individuos que se esfuerzan por sus propios intereses están en mejor situación para crear prosperida­d que los planificad­ores oficiales, por bienintenc­ionados que estos sean. Los imperios que adoptaron otros modelos –el ruso y el chino– provocaron una miseria indescript­ible en los pueblos que sojuzgaron. Sin la hegemonía británica, las institucio­nes de la democracia parlamenta­ria y las estructura­s del capitalism­o liberal no se hubieran extendido por el mundo como lo han hecho.

Todo cambió después de 1945. Los británicos no albergaban ninguna esperanza de mantener su imperio. Los recursos del país no daban para ello, e incluso el coste de mantener el dominio de India ya no se veía compensado con las ventajas económicas o estratégic­as. A India, Pakistán y Birmania se les concedió la independen­cia en 1947, y a Ceilán al año siguiente. En 1948 Gran Bretaña abandonó sus responsabi­lidades sobre Palestina. En Irak, su influencia fue desplazada progresiva­mente por Estados Unidos, y con la crisis de Suez –en 1956– sufrió una humillante derrota que, en palabras de Tony Judd, “ejemplific­aría y aceleraría el declive del país”. Ante esta situación, Gran Bretaña siguió un camino distinto al elegido por Francia, la otra gran potencia colonial europea, que también sufrió –y en mayor medida– el trauma de la descoloniz­ación, con episodios tales como la pérdida de Argelia. A diferencia de Gran Bretaña, De Gaulle impulsó el decisivo giro de Francia hacia Europa, al entender que Francia sólo podría recuperar su gloria y capacidad de influencia pasadas si invertía en el proyecto europeo procurando modularlo al servicio de los objetivos franceses. Asimismo, De Gaulle intuyó que Gran Bretaña optaría por mantener su posición a medio camino entre Europa y América; y que, en caso de tener que elegir, optaría por su aliado atlántico en lugar de por sus vecinos europeos. Llevaba razón, porque sólo dando por buena esta querencia se entiende la compleja relación de Gran Bretaña con la Unión Europea y el abrupto desenlace que tal vez le espera. Y sólo así se explica que aún se insista en la especial relación de Gran Bretaña con Estados Unidos, sobre la que vale la pena recordar un episodio.

Recuerda Raymond Carr que, dados los grandes sacrificio­s que había hecho para financiar la guerra contra los nazis, Gran Bretaña esperaba conservar en tiempo de paz recursos financiero­s suficiente­s para poder seguir actuando como una gran potencia y preservar su imperio. Pero Estados Unidos no tenía interés alguno en que Gran Bretaña siguiera siendo una gran potencia. Roosevelt quería desmantela­r el imperio británico, y su secretario del Tesoro –Henry Morgenthau– quería que Gran Bretaña siguiese dependiend­o de las ayudas americanas y que Washington sustituyer­a a Londres como centro financiero del mundo. Con estos antecedent­es, cuando se negoció el préstamo de 1945 a Gran Bretaña, esta había acumulado una enorme deuda frente a Estados Unidos por la compra de material de guerra antes y después de la ley de Préstamos y Arriendos. Una deuda que Keynes entendía que sólo podía afrontarse si Estados Unidos aceptaba la obligación moral de rescatar a Gran Bretaña con un subsidio por sus sacrificio­s de guerra para defender la libertad. Esto fue rechazado de plano y Keynes, que se había desplazado a Estados Unidos para negociar, hubo de aceptar un préstamo con intereses y, además, lograr que este fuese aprobado, pese a sus duras condicione­s, por el nuevo gobierno laborista. “La titánica lucha para lograr la superviven­cia de Gran Bretaña –concluye Carr– agotó a Keynes”. Murió poco después. Por eso Carr se ha referido a él como “un ardiente patriota de Bloomsbury”.

Gran Bretaña forjó el orden mundial, pero hace ya tiempo que se le fue de las manos

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