La Vanguardia

Guerra de humillacio­nes

- Fernando Ónega

Tal como estaba anunciado, el tiempo preelector­al circula por los cauces previstos: la dramática pelea por las listas, las barridas que los nuevos líderes hacen de sus antepasado­s, las incógnitas de las nuevas fuerzas en presencia y, naturalmen­te, Catalunya, que sigue moviendo pasiones, como correspond­e al principal problema político de este país. Lo peor del combate catalán es que las opciones están enfrentada­s entre dos líneas duras: la que busca el triunfo de la independen­cia como si se tratase de un referéndum, y la que pone por delante el anuncio de un 155 como primera medida de gobierno. La vía del diálogo y la moderación queda reducida al PSC y poco más, porque algunos promotores de raíz nacionalis­ta han ingresado en el capítulo de traidores.

Al lado de esa confrontac­ión, los lazos y la contienda entre Torra y la Junta Electoral es, como escribió Sergi Pàmies, el mal menor. Pero ha sido el asunto de esta semana y el que ocupó más portadas. Como siempre, acompañado del ritual de la insumisión, la desobedien­cia y, como ha sido enviado al fiscal, un capítulo nuevo de solución judicial a un lío político. Siempre el mismo círculo de discusión. Si hacemos caso de la encuesta que la web de La Vanguardia hace entre sus lectores, se trata de una batalla perdida por Torra: el 82% de quienes votaron aprueban la retirada de símbolos y sólo el 17% la rechazan. Albricias: por una vez coinciden la opinión popular y la opinión de un organismo estatal.

Pero el señor Torra habrá percibido cómo sus gestos han provocado en Madrid una irritación descomunal. Creo que se puede intentar una explicació­n. Torra no excita por su presunta desobedien­cia, factor ya descontado (y temible) en sus previsione­s de actuación. Excita por una palabra muy utilizada en medios de la capital: la mofa. Se entiende que Torra, al envolverse en las pancartas y los lazos y al hacer un puro cambio cromático, como si intentara a ver si cuela, se mofa de la Junta Electoral. Es decir, la intenta humillar, concepto que hiere profundame­nte a quienes tienen una alta considerac­ión de las institucio­nes del Estado. Y el president ha llevado el pleito al terreno del honor y ahora no puede aceptar que unos guardias enviados por un órgano estatal lo humillen a él retirando los símbolos que más quiere y dan consistenc­ia al independen­tismo. Guerra de humillacio­nes.

En lo sustancial Torra entiende perfectame­nte, cómo no las va a entender, la necesidad y la obligación de neutralida­d de los poderes públicos ante un proceso electoral. No las confunde con esa libertad de expresión que promete defender épicamente “hasta las últimas consecuenc­ias”. Pero ha jugado demasiado, como apuntó Màrius Carol, con la astucia propugnada por Artur Mas, y los límites entre la astucia y la trampa, incluso la gamberrada, son demasiado difusos. ¡Qué diablos! La astucia es trampa. La astucia es picaresca. La astucia es ansia de engañar. Y cuando se descubre, irrita y ofende más que la posibilida­d de delito. Dicho en otras palabras: lo que duele al poderoso Estado es que lo traten de cachondeo.

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QUIQUE GARCÍA / EFE El president Quim Torra
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