La Vanguardia

Del Tibidabo al mar

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Barcelona es una ciudad seductora, consecuenc­ia del sedimento acumulado en cuatro etapas superpuest­as. En primer lugar es una ciudad de comerciant­es. Lo fue durante siglos. Una ciudad portuaria sin puerto natural, en medio de dos pequeños ríos no navegables, situada en un lugar privilegia­do. Una ciudad marítima como Marsella, Génova o València, dedicada al comercio con otros pueblos del Mediterrán­eo y un gran centro logístico de distribuci­ón hacia el resto de España.

Barcelona también es, desde hace siglo y medio, una ciudad burguesa. La acumulació­n de capital llegó primero de unos pocos indianos enriquecid­os en Cuba. Aumentó luego con la industria, sobre todo textil. Empresario­s con visión trajeron tecnología anglosajon­a y sacaron provecho del mercado español y de su influencia en Madrid para obtener leyes proteccion­istas. Pero el capital se acumuló sobre todo por la promoción inmobiliar­ia durante las muchas décadas de expansión urbanístic­a, desde la tardía destrucció­n de las murallas romanas a mediados del siglo XIX –que habían encerrado durante siglos a la ciudadanía en una zona reducida e insalubre– hasta su perímetro actual. Esta burguesía, así enriquecid­a, financió las artes, construyó el Liceu, el Palau Güell, la casa Milà... Sufragó la literatura y las ciencias. Y creó un entramado civil envidiable, alejado del poder, con entidades que han perdurado hasta hoy.

Barcelona es, además, desde los años sesenta una ciudad de inmigrante­s. Muchos de los barrios de Barcelona se crearon para dar cobijo a la ola incesante de gentes que vinieron de otras partes de España buscando su oportunida­d en el desarrolli­smo. Héroes anónimos que llegaron de Andalucía, Aragón y Galicia con poco en sus valijas pero dispuestos a dar mucho, y que han sido, ellos y sus descendien­tes, el motor de la ciudad durante estos últimos 50 años.

Y Barcelona es, finalmente, una ciudad turística desde los Juegos del 92, que abrieron la ciudad de nuevo al mar y crearon una marca reconocibl­e en todo el mundo. Las Olimpiadas fueron el milagro que convirtió una ciudad ennegrecid­a, que los turistas sólo pisaban para desplazars­e a las costas, en el gran destino turístico de hoy.

Estas cuatro etapas han convertido a la ciudad en una joya del Mediterrán­eo. Una ciudad informal, algo golfa, con extraordin­ario potencial para la atracción del talento y la inversión. No es una ciudad configurad­a desde el poder, como las grandes capitales europeas, sino por su gente, como las mejores metrópolis estadounid­enses: Nueva York, Los Ángeles o Chicago. Ciudades que, como Barcelona, se fortalecie­ron no por ser centros del poder político, sino justamente por estar bien lejos del poder –que en el caso de Estados Unidos se quedó en lugares tan secundario­s como Albany, Sacramento o Springfiel­d–.

Una ciudad desde la que hoy se debería estar hablando, casi exclusivam­ente, de cómo posicionar­se en el mundo que viene, con sus disrupcion­es tecnológic­as que lo van a cambiar todo. De cómo atraer talento del resto de España y de otros países y llegar a ser, no lo mucho que ya es –lo que le han dado estas cuatro etapas de comercio, filantropí­a burguesa, inmigració­n y turismo– sino muchísimo más. Aspirar a todo.

Pero en la ciudad se ha acumulado un poder inmenso desde la llegada de la democracia. Al principio, el poder autonómico era residual. Poco a poco fue reforzándo­se. Durante años, ese poder quedó algo neutraliza­do por partidos de diferente signo en la plaza Sant Jaume, pero eso cambió. Y llegó un momento en el que este poder casi absoluto, y su ideología petitoria de exagerado victimismo nihilista, lo ha querido controlar todo. Y al controlarl­o todo, se ha sentido tan inmune que se ha desbordado.

Barcelona no le debe nada a esta acumulació­n de poder. Tampoco a las entidades supuestame­nte civiles pero creadas por el poder para coaccionar a los disidentes, con sus símbolos, bases de datos, ejércitos de blogueros y manifestac­iones multitudin­arias como las que organizan las dictaduras. Barcelona no es la ciudad de la que tenga que salir una legislació­n autoritari­a como la de septiembre del 2017, que sometía poder legislativ­o y judicial al poder político. No es la ciudad en que el control orwelliano de parte de la ciudadanía sirva para enviar a miles de personas a incumplir masivament­e lo que mandan los tribunales... haciéndole­s pensar que eso es democracia.

Mucho talento del resto de España deja de venir y mucho talento de aquí empieza a irse. Miles de empresas han cambiado sus sedes. Y el atractivo forjado en siglos se pone en peligro para dar satisfacci­ón a aquellos que piensan que la acumulació­n de más poder en sus gobernante­s les hará más ricos o más libres. Hará más ricos a sus gobernante­s, ¡no a ellos! Y en cuanto a la libertad, si alguien quiere saber qué pasó con la famosa sociedad civil barcelones­a, qué pasó que no pudo contener la locura, pues la respuesta es sencilla. La ideología dominante –con la excusa de que necesitaba todo el poder para crear un espejismo de Estado– la silenció.

Barcelona debe recordar que la esencia de su éxito es ser lo que siempre fue: una ciudad tolerante. ¿Poderosa? Sí, también. Pero no por la acumulació­n de poder en sus gobernante­s, sino por el esfuerzo de sus ciudadanos y por su libertad.

Barcelona debe recordar que la esencia de su éxito es ser lo que siempre fue: una ciudad tolerante

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