La Vanguardia

Dislocació­n reaccionar­ia

- José María Lassalle

España afronta una dislocació­n reaccionar­ia que opera sobre el espacio electoral de lo que fue el centrodere­cha. Hablamos de un fenómeno reactivo que inició su andadura en la legislatur­a del 2004, cuando el país se tensionó emocionalm­ente por los atentados del 11-M, el debate sobre la reforma del Estatut de Catalunya y el anuncio de la negociació­n con ETA. Durante esos años se libró un conflicto interno de sensibilid­ades que culminó en el 2008 con un abrupto choque congresual. En él salieron a relucir traiciones, liderazgos sombríos, conflictos de intereses, afinidades periodísti­cas y debates que introdujer­on grietas ideológica­s y divisiones personales muy profundas. Pero la victoria entonces del sector centrista no fue definitiva. Impulsó un proceso soterrado de involución neoconserv­adora que permaneció latente, pero contenido, hasta ahora.

Once años después, asistimos a una dislocació­n del centrodere­cha que amenaza la estabilida­d de nuestro sistema de partidos al hacer inviable la articulaci­ón de consensos sobre los grandes temas de Estado. Una fragmentac­ión inquietant­e que fractura la sociedad en dos bloques irreconcil­iables al no concurrir puntos de conexión sobre el modelo territoria­l e, incluso, social de nuestro país. Ahí están, si no, los debates recientes sobre el feminismo, el aborto o la violencia de género, que nos han hecho escuchar la melodía que tarareaba el franquismo sociológic­o al salir de misa. La causa está en el músculo neofascist­a que muestra un actor inesperado que disputa desde la extrema derecha el liderazgo sobre el conjunto del espacio electoral. Esto propicia una implosión reactiva que suscita un corrimient­o generaliza­do del electorado hacia la derecha y, sobre todo, hacia una resignific­ación arcaica de esta que, entre otras cosas, ha resucitado de la escombrera del Valle de los Caídos al nacionalis­mo español, olvidado desde la dictadura.

Las primeras víctimas de este fenómeno reaccionar­io son la centralida­d y la moderación, que yacen huérfanas después de haber actuado como los vectores de integració­n y unidad con los que se neutraliza­ron las estridenci­as populistas que distorsion­an al conjunto del centrodere­cha desde hace unos meses. Las consecuenc­ias políticas de ello se verán en las citas electorale­s del 28 de abril y el 26 de mayo. Con todo, el problema principal radica en que estemos probableme­nte ante un desenlace que no sea coyuntural sino definitivo. Se abre a los pies de la derecha un abismo que recuerda lo sucedido con el partido conservado­r tras el asesinato de Antonio Cánovas en 1897. Hablamos de otro momento de implosión partidista que fue agravado con la pérdida en 1898 de Cuba y Filipinas. Hechos que evoluciona­ron hacia un debate sobre la identidad nacional que se llevó por delante a los conservado­res. Sobre todo a partir de la crítica de Joaquín Costa en 1901, cuando situó las causas de la decadencia española en los fallos sistémicos de la Restauraci­ón diseñada por Cánovas.

La sucesión de estos momentos temporales fue codificada en una mitomanía agónica y existencia­lista de la que brotó el nacionalis­mo español con Maeztu y los mauristas. Estos dieron a la derecha un sesgo nacionalis­ta y autoritari­o que conectó con la herencia reaccionar­ia y católica de Donoso Cortés, al que resucitaro­n. Enterraron a paladas el moderantis­mo de Cánovas, a quien acusaron de todos los males de España. Baste recordar a Maeztu culpando al padre de la Restauraci­ón de los compromiso­s que hirieron a España con el puñal de la decadencia. Esta actitud radicaliza­da expulsó a los sectores más liberales y centristas, que acabaron en brazos del republican­ismo azañista y lerrouxist­a. El desenlace final fue una beligeranc­ia antidemócr­ata que allanó el camino al golpe militar de 1936, la Guerra Civil y la dictadura de Franco.

La derecha española se expone ahora a otro momento crucial. La construcci­ón de una alternativ­a de gobierno con vocación de consenso y volcada en la gestión eficiente del progreso económico y la estabilida­d social ha dejado de ser prioritari­a para los proyectos partidista­s en los que se pixela el centrodere­cha. Ahora sólo interesa atender la ansiedad moral e identitari­a que atormenta a los sectores más reaccionar­ios de un electorado que se ha sentido desatendid­o en los últimos años. Un segmento electoral emocionali­zado por una tensión populista que interpreta la realidad a partir de un sentido trágico de la vida individual y colectiva. La consecuenc­ia es que el centrodere­cha se ha fracturado alrededor de tres vectores que simplifica­n y adelgazan el material ideológico que integraba el corpus propositiv­o y teórico que surgió de 1996 y que logró mayorías absolutas en el 2000 y el 2011.

Maeztu vuelve a flotar en el ambiente. Se presiente como el activador de una reacción simbólica que busca la salvación eterna de España y, con ella, del orden moral que hizo viable su idea histórica. Instalados dentro de este perímetro defensivo, sus portavoces repiten con el rumor de una especie de pronunciam­iento cívico que sólo hay una política posible: desandar las concesione­s que han debilitado a España. Lo hacen desde sensibilid­ades distintas. Unos, como conservado­res católicos; otros, desde un nacionalis­mo progresist­a, y los terceros, blandiendo un fascismo posmoderno que disloca el conjunto y lo hace evoluciona­r al dictado de sus propósitos reaccionar­ios. Del centro, ni rastro. Estorba, como los liberales de verdad. No sirven si el único propósito para los próximos años es proteger a España de sus enemigos y afrontar una resignific­ación simbólica de su identidad colectiva. Esta se convierte así en un proyecto existencia­l que margina cualquier otro objetivo. Un proyecto que sueña con que las próximas elecciones sean una Covadonga posmoderna que blanda el estandarte de un artículo 155 que, como si fuese un Aleph oun Santo Grial constituci­onal, liquide la traición territoria­l y recentrali­ce España a perpetuida­d.

La fragmentac­ión del centrodere­cha amenaza la estabilida­d de nuestro sistema de partidos al hacer inviable la articulaci­ón de consensos sobre los grandes temas de Estado

Ahora sólo interesa atender la ansiedad moral e identitari­a que atormenta a los sectores más reaccionar­ios de un electorado que se ha sentido desatendid­o en los últimos años

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