La Vanguardia

La primera vez

- Susana Quadrado

La paradoja es la siguiente: te tiraste varios años diciéndole que tenía que madurar, que a ver si crecía. Y ahora que ha crecido, que cada noche echa el cerrojo a su habitación, añoras a aquella niña que no va a volver. Entonces un día, como quien no quiere la cosa, ella se lanza a por todas, a por ti, y te pregunta sobre tus primeras veces.

Tu primer beso, tu primer viaje sin tus padres, tu primer polvo...

No te atreves a preguntarl­e por qué saca ahora este asunto. Intuyes que ella ya ha vivido una primera de sus primeras veces. Sin duda tiene más curiosidad por saber que por contar. Se entiende. Casi mejor, tú prefieres no conocer los detalles. Ante este tipo de situacione­s, actúas como los antiguos ptolemaico­s, que se negaban a asomarse al telescopio por miedo a darse cuenta de que, en efecto, era la Tierra la que giraba alrededor del Sol, y no al revés. Así que respondes sin reflexiona­r demasiado, regate corto y envías el balón a córner. Que hablemos de sexo con nuestros hijos, nos piden, jajaja, como si eso fuera tan fácil.

–Cariño, las primeras veces están sobrevalor­adas.

Se equivocan todos, escritores, poetas y cursis. A esa adolescent­e tratas de hacerle entender que no siempre se oyen los violines de fondo ni hay fuegos artificial­es. De hecho, de tu primer beso apenas te acuerdas. Su recuerdo resulta borroso. Sí fue dulce, ¿tierno? Pues no podrías asegurarlo. Esa lengua hasta la garganta... Tu primer polvo –sin comentario­s– llegó cuando todas tus amigas ya estaban de ida y vuelta, y

Están sobrevalor­adas, las primeras veces: por ejemplo, el mejor beso es el último que has dado porque es la suma de todos los anteriores

eran auténticas expertas en cuadrar su agenda de novios con la de sus padres para que no las pillaran en el sofá del salón de casa en plena faena. No te arrepiente­s. Ahora, piensas, las primeras veces llegan demasiado pronto.

Lo que está claro es que, en la mayoría de ocasiones, la primera vez no ves nada, y no sólo por el hecho de que cerramos los ojos en un gesto puramente instintivo ante algo desconocid­o. El primer beso, por ejemplo, nunca es mejor que el segundo, ni tampoco mejor que los que vendrán luego. Ocurre algo parecido cuando subes por primera vez a una montaña rusa. Cuando tienes el primer hijo. Cuando te asomas a un precipicio. Cuando pisas la nieve. Cuando te das un baño en el mar, frío, en abril. Cuando ves atardecer en Menorca. A propósito de las segundas veces y la experienci­a, recuperen el libro Y llovieron pájaros, de Jocelyne Saucier (Minúscula, 2018).

Hay quien sostiene que la primera vez casi nunca es realmente la primera porque ya nos la habíamos imaginado miles de veces antes. Es posible. La única certeza que manejas es que no quieres dar ningún beso como si fuese el primero: la suma de todos los que has dado después de ese hace que el último sea la bomba.

Por todo eso, eres partidaria de las segundas y terceras y cuartas veces y las que hagan falta. No deberíamos vivir nada como si fuera la primera vez sino como si fuese la última.

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