La Vanguardia

Mi Notre Dame

- Pilar Rahola

Notre Dame ha sido una fuente inagotable de emociones. Del impacto de la noticia al miedo por la pérdida de un valioso patrimonio; de la desazón por el fuego a la esperanza de la reconstruc­ción; de la tristeza por el desastre a la extraordin­aria fuerza de la solidarida­d humana. Y, en el ámbito personal, la nostalgia por todos los recuerdos del París vivido, paseado, fundido en la educación sentimenta­l de mi adolescenc­ia y de todas las otras vidas, de mi vida.

Recuerdo la primera visita a Notre Dame, joven, atolondrad­a, sabihonda, descreída. La soberbia de la edad. Y, sin embargo, sólo contemplar el magnífico portal, el tímpano del Juicio Final, las dos elegantes torres, la aguja custodiada por los doce apóstoles..., y en el interior, la inmensa nave gótica (gótico rayonnant, si bien recuerdo), los gigantesco­s rosetones de los transeptos, el majestuoso órgano..., entonces, ¡qué sensación de humildad! La grandeza del arte se imponía a la impetuosa arrogancia de la juventud, y durante unos instantes fui víctima del síndrome de Stendhal, definitiva­mente herida por tanta belleza. Había leído que en Notre Dame se cantó un Magníficat después

de la liberación de París en 1944, y quise imaginarme la escena, la solemnidad del canto de alegría de María surgido de aquellos ocho mil tubos del gran órgano, tocado con el magisterio de los mejores organistas. Y todo, días después de haber superado la enorme tragedia de la Segunda Guerra Mundial, con los millares de muertos aún calientes, recosida la tristeza y renovada la esperanza. Debió de ser un momento de tanta grandeza, que me emociona la sola idea de imaginarlo, como si pudiera reconstrui­r el instante para vivirlo en persona.

Tiempo después hice un ejercicio que recomiendo y que repito a menudo: visité nuevamente Notre Dame, después de leer la famosa novela de Victor Hugo. Años antes había recorrido el camino de la gran piedra del balcón que describe Saramago en Memorial del convento, y, en general, cuando viajo, intento sumergirme en la literatura que ha inspirado el lugar. Es otra forma de viajar con un doble efecto beneficios­o: dimensiona el sentido profundo de la obra literaria y permite ver con otros ojos el lugar que se visita. Sea como fuere, la Notre Dame paseada de la mano del jorobado Quasimodo, subido a las torres, escondido tras las gárgolas, refugiado por los rincones más insospecha­dos del templo, eternament­e enamorado de la gitanita Esmeralda, es un viaje fascinante a las entrañas de la catedral que, al mismo tiempo, se convierte en un viaje a los abismos del ser humano. Si mi Notre Dame adolescent­e fue un impacto emocional, la Notre Dame literaria fue una aventura fascinante.

Ahora que está herida, la belleza de la catedral tiene un aire decadente, casi tétrico, y, sin embargo, sigue siendo grandiosa. Es la magnificen­cia de las grandes obras de arte, resiliente­s, luchadoras, supervivie­ntes.

En Notre Dame fui víctima del síndrome de Stendhal, definitiva­mente herida por tanta belleza

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