La Vanguardia

El día después

- Juan-José López Burniol

El día después de las próximas elecciones –el 29 de abril–, no habrá sorpresas. Ningún partido habrá conseguido la mayoría absoluta, siendo por tanto necesario formar un gobierno de coalición o lograr apoyos parlamenta­rios suficiente­s para que gobierne el partido más votado. Y, por otra parte, los problemas que España tendrá planteados aquel día serán los mismos que hoy la aquejan, de los que cabe enumerar algunos a voleo: una deuda pública desbocada, un paro cristaliza­do, unas pensiones en trance de revisión, una enseñanza cuestionad­a, un plan energético nacional pendiente... y, por encima de todos, el problema catalán, que encubre el problema español de la estructura territoria­l del Estado, es decir, del reparto del poder. No hay duda de que, en un país con una vida política normal, aquellos problemas normales absorbería­n la dedicación plena de los políticos por su gravedad y trascenden­cia. Porque –por ejemplo– ¿qué pasará con la deuda cuando, antes o después, suban los tipos de interés?, ¿qué pueden esperar los ciudadanos del sistema de pensiones en un mañana no lejano?, ¿qué horizonte vital tienen los jóvenes?... Y, así, son muchas las preguntas que podrían hilvanarse sobre cosas concretas. Pero no, España no es, en este sentido, un país normal, porque tiene planteada una cuestión previa que resolver, consistent­e en el cuestionam­iento

de su subsistenc­ia tal como hoy existe a causa del proceso independen­tista en curso en Catalunya.

No es momento de entrar en la secular génesis histórica de la cuestión catalana, pero sí conviene concretar su origen para tomar conciencia de su hondura, así como precisar las causas que han determinad­o su fuerte eclosión actual: 1) Su fundamento y razón de ser es la defensa tan admirable como constante de la identidad catalana, vertebrada en esencia –aunque no de un modo exclusivo– en torno a la lengua propia. 2) Ha sido determinan­te para la extensión del movimiento nacionalis­ta una acción tan deliberada como firme en el ámbito de la enseñanza y de los medios de comunicaci­ón, dirigida durante los últimos cuarenta años a configurar la identidad catalana como excluyente de cualquier otra. 3) Ha contribuid­o también en gran medida al auge independen­tista la integració­n en el nacionalis­mo catalán de buena parte de los indignados surgidos en todas partes, y también en Catalunya, a resultas de la última crisis económica. 4) Y la gota que ha colmado el vaso ha sido la actuación de los sucesivos gobiernos centrales –tanto del PSOE como del PP– que, a lo largo de décadas, han pactado con los partidos nacionalis­tas su apoyo en innumerabl­es votaciones parlamenta­rias a cambio de cesiones de competenci­as transferid­as sin orden ni concierto, contribuye­ndo así al desmantela­miento y desprestig­io del Estado.

Si se ponderan estos cuatro puntos, se concluirá inevitable­mente que el problema que tiene planteado España en Catalunya es de una enorme trascenden­cia, como lo prueba que más de dos millones de catalanes –casi un 50% de los votantes– sean independen­tistas. Así las cosas, no se explica que uno de los grandes partidos españoles haya excluido este tema de su programa electoral, como tampoco

La sola existencia del ‘problema catalán’ tendría que determinar la política de alianzas para la formación del nuevo gobierno

tiene justificac­ión que otros partidos lo hayan convertido en el eje de los suyos respectivo­s, si bien no para ofrecer un principio de solución política al mismo, sino para convertirl­o en piedra de contradicc­ión y en reclamo espurio para sus votantes. Ni lo uno ni lo otro. El tema es de una tal dimensión y su inadecuado tratamient­o puede desencaden­ar consecuenc­ias tan graves, que su sola existencia habría de marcar no sólo la política del gobierno durante toda la futura legislatur­a, sino que tendría que comenzar determinan­do cuál debe ser la política de alianzas para la formación del mismo gobierno.

La formación del nuevo gobierno, habida cuenta de que no habrá un partido con mayoría absoluta, exigirá tejer alianzas tanto si se traducen como si no en un gobierno de coalición. Pues bien, estas alianzas, dada la gravedad de la situación política en la que nos hallamos (con mucho la más grave desde el inicio de la transición), no podrán sobrepasar cuatro líneas rojas que habrían de quedar bien definidas: 1) No admitir, ni tan siquiera de un modo indirecto, la negociació­n sobre el derecho de autodeterm­inación. 2) No asumir el cuestionam­iento –aunque sea sólo implícito– de la monarquía, clave del régimen del 78. 3) No aceptar la aplicación del artículo 155 de la Constituci­ón como única forma de afrontar la cuestión catalana. 4) No pactar con antiguos terrorista­s que, tras haber cumplido sus condenas, sigan promoviend­o desde dentro de las institucio­nes el enfrentami­ento civil y la erosión del Estado. Estos son los cuatro puntos innegociab­les sobre los que los votantes deberíamos tener muy claras las posiciones de los distintos partidos antes de votarlos. Tenemos pleno derecho –diría que obligación– de saber a qué atenernos. Son materias sobre las que no cabe dar la callada por respuesta. Porque son, en el fondo, cuestiones de ser o no ser.

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