La Vanguardia

Otro símbolo de fuego

- Sandra Barneda

El fuego es un elemento de renovación y devastador. A lo largo de la historia han sido muchos los símbolos que han sido arrasados por las llamas intenciona­das o accidental­es. Han bastado pocos minutos para visibiliza­r la tragedia en forma de humareda. El pasado lunes sucedió con la Gran Dama de París; un pequeño fuego en las obras de rehabilita­ción desencaden­ó la tragedia que todos hemos seguido con horror a través de las imágenes que han dado la vuelta al mundo. El gran emblema del gótico y la cultura europea, que resistió grandes guerras y ataques, peligra por un error humano.

Así ocurrió el año pasado con el Museo Nacional de Brasil: 200 años de historia y más del noventa por ciento de las obras de arte que albergaba calcinadas. También sucumbió a las llamas hasta en tres ocasiones y haciendo honor a su nombre la ópera de la Fenice de Venecia o, sin ir tan lejos, la nuestra: el Liceu de Barcelona. Aunque quizás uno de los primeros grandes incendios que todavía hoy nos duele rememorar es el de la majestuosa biblioteca de Alejandría, calcinada por el fuego de las tropas de Julio

Las guerras y las revolucion­es respetaron Notre Dame, puede que nosotros no lo hiciéramos como debíamos

César en el 48 a.C., que destruyó el mayor baluarte cultural del mundo antiguo. Para muchos se convirtió en el símbolo cultural de la destrucció­n y aunque Séneca escribió sobre la pérdida de cuarenta mil libros, mucha leyenda se ha construido sobre esta devastació­n del conocimien­to.

Notre Dame ha ardido ante los ojos del mundo, impotentes al ver como la famosa aguja se rendía ante las llamas que la envolvían. Una imagen que quedará en nuestra retina, que ha golpeado nuestro interior y nuestra memoria colectiva, que todavía se pregunta cómo es posible que haya ocurrido semejante tragedia. El templo que vivió la coronación de Napoleón y los funerales de presidente­s de la República como De Gaulle, Pompidou o Mitterrand. El presidente Macron ha abierto un fondo nacional e internacio­nal para reconstrui­r la catedral y ya han sido varias fortunas francesas las que han anunciado que donarán parte de su patrimonio para que se comience cuanto antes. Es pronto para conocer el estado de la estructura gótica, pero se ha perdido el bosque milenario que sostuvo el techo que hoy es historia, “más de mil árboles, veinte hectáreas de bosque medieval”.

Las lágrimas vertidas por el desastre recuerdan las decenas de avisos en los últimos años por el estado deplorable de Notre Dame. El año pasado el semanario Le Point titulaba “Orad por Notre Dame: hacen falta 150 millones de euros para restaurar la catedral abandonada desde el siglo XIX”. Un símbolo de cómo nos echamos a la espalda nuestra propia historia y el respetuoso declive con el que adoramos lo que fuimos. Ahora se necesitará el doble de dinero para reconstrui­rla o maquillar el desastre. No podemos obviar que el fuego arrasa para no devolverno­s lo que fuimos y las réplicas sólo sirven para acallar nuestra conciencia ante el horror del consentimi­ento inconscien­te. Todo lo que no se cuide como se debe termina destruido. Así ha vuelto a ocurrir y parece que sólo aparece el lamento ante la tragedia. Las guerras y las revolucion­es la respetaron, puede que nosotros no lo hiciéramos como debíamos. Queda tiempo para reflexiona­r y otro incendio mucho más difícil de apagar: el de la responsabi­lidad colectiva.

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