La Vanguardia

El fin del mundo

- Susana Quadrado

Cuando se va la luz en casa hay que salir al rellano para ver el alcance del apagón. Primero, abres la puerta de la entrada y te asomas para ver si es solo en tu casa o si pasó en el edificio entero. Luego, vuelves al comedor, miras por la ventana y compruebas si la luz se ha ido en tu calle o bien en toda la ciudad. Fíjense sin embargo que, cuando se va WhatsApp, siempre es a lo grande. Una caída “mundial”. No hay apagón que afecte, por ejemplo, sólo a los de Logroño, o a los del Eixample derecho, o los de tu escalera de vecinos.

El domingo pasado fue uno de esos días dramáticos. El fin del mundo estuvo cerca. ¿La señal? WhatsApp dejó de funcionar durante casi tres horas. Hubo escenas de pánico, ataques de angustia entre hombres y mujeres alienados como en La metamorfos­is de Franz Kafka. Dudo sinceramen­te que alguien pudiera hacer algo para salvar en ese momento a los miles de yonquis de la cosa, individuos mega conectados que más bien se parecen a esos enfermos de la UCI que agonizan atados a mil enchufes para seguir respirando.

Una no estaba en línea en el momento del apagón mundial. Sí en modo disponible, 24/7: 24 horas, 7 días. Y me enteré, claro. Las alertas empezaron a entrar en el móvil, se empujaban las unas a las otras, bip, bip, bip, bip. Al teléfono le dio un síncope. Ningún diario ni cadena de este mundo era ajena a la noticia. Pensé entonces

Las caídas de WhatsApp desencaden­an el pánico entre miles de yonquis que se ven conducidos al Apocalipsi­s

que si algún día un ejército de alienígena­s invade el planeta Tierra, la retransmis­ión no será demasiado diferente a esta.

Horrorizad­a, abrí el WhatsApp, comprobé que efectivame­nte no funcionaba y enseguida salí al rellano. Quiero decir que me asomé al patio de Twitter. Allí los había partidario­s de todo. Unos se disponían a tirar el móvil al váter. Otros, a montar un complot contra Facebook. Mientras que una minoría, los valientes, sí señor, se ofrecían a cortarse las venas para dejar un reguero de sangre bien visible que hiciera avergonzar a Zuckerberg.

El caso es que todos ellos, pobre gente, habían reiniciado antes tres y cuatro veces el móvil pensando que el problema era de su dispositiv­o. Al ver que no, se pusieron a tuitear compulsiva­mente con sus vecinos virtuales. Aquello serviría de catarsis colectiva. Sin conexión de WhatsApp, creyéndose todos incomunica­dos, su vida no valía nada puesto que sentían un enorme vacío existencia­l que sólo podría llenarse con horas y horas de terapia. “Me voy a quitar del WhatsApp”, le leí a alguien, como quien se quita de la heroína.

Todo esto viene a cuento de la normalidad con la que aceptamos las situacione­s más extrañas. Del WhatsApp, de hecho, podríamos prescindir ahora mismo: siempre puedes escribir un sms, o enviar un e-mail (en el mismo móvil) e incluso puedes cometer la locura de llamar por teléfono. Pues no es así ni de lejos, amigos. Que levante su Android o su iOs quien no sienta una dolorosa punzada en el pecho, o donde quiera que resida el amor propio, cuando aquel a quien desea está en línea y no responde.

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