Una mascota audiovisual
Sálvame (Telecinco) se estrenó hace diez años pero parece que hayan pasado veinte. La onda expansiva del programa ha tenido una influencia relevante en la evolución del entretenimiento televisivo y no sólo en el ámbito de las cadenas de Mediaset. El primer motor del éxito fue la capacidad de adaptarse a los resultados de audiencia sin demasiados prejuicios a la hora de modificar conductas de plató y experimentar con un género que, al no existir como tal, había que descubrir mientras se practicaba. Para que eso fuera posible fue decisivo el talento versátil de Jorge Javier Vázquez, la irreverencia nada intelectualoide de sus directores y una generación de colaboradores con un hambre desesperada de pantalla.
La fusión de contenidos de alta frivolidad relacionados con la llamada prensa rosa y la apuesta por convertir a los tertulianos en material de autoficción caníbal funcionó. Heredando la efervescente crueldad del Aquí hay tomate, Sálvame supo reciclar la trascendencia carroñera de programas como Salsa rosa o Atu lado y escogió un camino más imprevisible en el que durante casi cuatro horas asistías a una especie de vodevil trash con delirios castizos que a menudo derivaban en terapias postmatrimoniales, rehabilitaciones o lapidaciones en directo. El contexto idóneo para que el éxito fuera posible fue la crisis, con secuelas que Sálvame compensó con un entretenimiento escapista y activador de pulsiones primarias. Cuando el acceso a contenidos externos empezó a fallar, transformó a sus colaboradores en proveedores de historias, con montajes descarados o una involuntaria franqueza biográfica que hacía emerger la debilidad de egos inestables y el reciclaje de todas las miserias low cost de subprogramas del grupo, que encontraban en Sálvame la culminación de un circuito de consagración con pocos escrúpulos. Sálvame es un clásico de la tele popular e, igual que ha pasado con Crónicas marcianas, quedarán los hallazgos escenográficos o un nivel visionario de coloquialidad. La prueba: los ataques de ira de Belén Esteban o Maria Patiño, los circunloquios pedantes de Kiko Matamaros o la adictiva maldad de Kiko Hernández han sido pioneros de una desvergüenza declarativa que hoy practican muchos políticos y tertulianos teóricamente más respetables. El mantenimiento de la fórmula con una misma denominación es engañoso. No tienen nada que ver el Sálvame fundacional de Jorge Javier Vázquez con las autopsias viscerales de Maria Patiño o Carlota Corredera o las jam-séssions de mal rollo orquestadas por Paz Padilla. Para entender la influencia del programa conviene pensar en lo que contó Pablo Iglesias después de cenar con Paolo Vasile. Iglesias le soltó el rollo progre, tristemente extendido, según el cual el consumo de televisión se ha fragmentado con las plataformas, la exigencia de contenidos de pago y blablablá. Vasile le respondió que vale, muy bien, pero que siempre existirá una televisión popular con una audiencia notable y rentable. Una audiencia que sólo buscará compañía y un vínculo emocional con lo que sale en pantalla. Y en eso Sálvame es imbatible.
El talento versátil de Jorge Javier Vázquez resultó decisivo para que ‘Sálvame’ fuera un éxito