Ese qué sé yo
Mientras estamos en un edificio modernista, de los más visitados de Barcelona, se incendia el más visitado de Europa
¿Te has preguntado en cuántas fotografías sales? De fondo, como figurante. Cada vez que pasas por delante de la Sagrada Familia, o paseas por el Parc Güell. ¿En el móvil de cuántas personas estás? ¿En cuántas redes sociales? ¿En cuántos dispositivos del mundo? Ahora imagínate que vives en La Pedrera. Y siempre que vienen visitas, tienen que dar explicaciones en la puerta, donde hay cola de turistas. Ana Viladomiu es una de las tres inquilinas que quedan. El lunes, en la Sala Gaudí, presentó su novela La última vecina (Roca Editorial). Había cava, vino, un grupo tocaba jazz. Entre los invitados –muchos– estaban Purificación García, Pilar Pasamontes, Nina Massó, Marta Canut, José Sanclemente, las hermanas Sensat (primas de la autora), Fernando Amat, José María y Mercedes Milà, socia de la +Bernat, librería que vendía ejemplares en la entrada. También Elvira de Castro, dueña de Modas Parera, en los bajos entre 1955 y 1997.
La autora firmaba, y saludaba a todo el mundo. Explicó que su intención era recoger los testimonios de quienes habían vivido en la Casa Milà. Le pasó una primera versión a un amigo periodista, y éste le propuso que la novelara. Así fue como escribió la historia, mezclando la del icónico edificio con la de sus vecinos y la suya propia. Porque la vida de una casa es siempre la de los que la habitan. Originariamente se titulaba
Un balcón en La Pedrera. Todo empieza con los andamios levantados en 2014 para restaurar la fachada, que cubren las ventanas y dejan a la protagonista a oscuras, coincidiendo con su crisis matrimonial. El manuscrito llegó a manos de la editora Blanca Rosa Roca, que lo ha publicado en castellano y catalán.
De repente, la alerta de nuestros dispositivos comunica que arde Notre Dame. Hay cierta conexión artística en el hecho de que, mientras estamos en uno de los edificios modernistas más visitados de Barcelona, se esté incendiando otro, gótico, el más visitado de Europa. Los dos icónicos. A modo de duelo urgente, las redes se llenan de selfies con la catedral parisina al fondo. Todo el mundo tiene alguna (también mi padre, de 1971, antes de que existiera el concepto selfie). Sin embargo, a los documentalistas les cuesta encontrar fotos del mercadillo hippie que, en los años setenta, se situaba en la rampa que baja al aparcamiento de La Pedrera.
Tampoco hay muchas imágenes del Somorrostro, las chabolas de Montjuïc o el Camp de la Bota. Y la razón es que el obrero –y quienes vivían allí– raramente podía comprarse una cámara. Hoy los smartphones e Instagram han cambiado eso. Pero a Joan Guerrero le faltan instantáneas que no estén hechas como fotocopias. Lo explica en el Colegio de Periodistas durante la presentación de Zapatos rotos (Claret), libro autobiográfico en el que cuenta que se forjó como fotógrafo en Santa Coloma de Gramenet, donde migró desde Tarifa. El título es una metáfora de lo andado, como Machado, en busca de la luz de la fotografía.
A él le gustaría que uno temiera presentar su libro porque echan una película de Bergman o de Buñuel, y no porque se juegue el Barça-Manchester de la Champions, como es el caso. De hecho, cuando desde el público le han preguntado cómo logra transmitir siempre un mensaje tan especial a través de sus imágenes, él ha respondido con “ese qué sé yo” que tienen las tardecitas de Buenos Aires, según el tango Balada
para un loco. Es la magia por la que Samuel Aranda capta la ternura y tristeza y amor que condensara Miguel Ángel en su Pietá. La misma por la que nadie mejor que Salgado ha dado fe de lo que está pasando, dice Guerrero. Y añade que lo que alimenta el alma del fotógrafo es la sinfonía número 9 de Beethoven, o la filmografía de Carl Dreyer. Pero Joan Manuel Baliellas, sentado en primera fila, interviene: “Aquí somos muchos los que nos dedicamos a esto, y por más películas que veamos, no tenemos la mirada poética que tienes tú”.
Acompaña al autor Arcadi Oliveres. Hablan de su activismo contra la desigualdad social. Oliveres recuerda que veintiséis personas en el mundo atesoran la misma riqueza que tres mil ochocientas millones, y que con el rescate bancario se podría haber eliminado la hambruna doscientas veces. Hablan de los refugiados. Guerrero dice que en su nevera hay pollo, yogur natural, leche, “bueno, no, que ahora es bebida de soja” (su compañera Mari Carmen se ríe). Está muy agradecido por todo. Pero también enfadado. “Porque el Mediterráneo está cargado de personas ahogadas sin que los gobiernos hagan nada o muy poco por evitarlo”, explica. Y por eso se alegra de estar enfadado, se alegra de que le duela: “Eso quiere decir que estoy vivo”.