La Vanguardia

‘Momentum’ Assange

- Jordi Amat

Hacia las ocho de la tarde los responsabl­es del CaixaForum de Madrid ya vieron que lo iban a petar. Hubo gente que decidió volver a casa al ver la cola desde el paseo del Prado. Sobre las ocho y media la sala principal estaba llena y lo estaban las tres anexas donde se habían colocado pantallas para seguir el debate en directo. Unas 750 personas. El tema de discusión era el futuro del periodismo y el impacto de Wikileaks. Mediados de diciembre del 2010. Momentum Julian Assange. El mismo día que se celebraba el debate, la portada de la revista Time la ocupaba una fotografía en blanco y negro de Assange. La única nota de color era la bandera de Estados Unidos que servía para taparle la boca al hacker antisistem­a. Faltó un tris para que Time lo eligiera persona del año. En Occidente era reconocido muy mayoritari­amente como un actor clave de una democratiz­ación real para la era de la globalizac­ión. Fue finalista. El elegido, como se supo poco después, fue Mark Zuckerberg. Ahora el creador de Facebook tampoco lo sería.

En el debate en Madrid el fotoperiod­ista Javier Bauluz fue tajante: “Wikileaks es la bomba que lo cambia todo”. No hacía tanto que había empezado a detonar. Tras unas semanas de trabajo intenso y una tarea de edición intenciona­da, Wikileaks hizo estallar el llamado Proyecto B. El 5 de abril del 2010 se publicaban unas imágenes indignante­s robadas al ejército norteameri­cano: era el vídeo de un ataque en Bagdad donde se oía y se veía a unos soldados que mataban sin manías a un grupo de civiles indefensos en plena calle (incluyendo dos periodista­s y otras personas que se habían acercado para socorrer a los heridos). A principios de junio Raffi Khatchadou­rian publicaba un gran retrato de Assange en The New Yorker. El periodista transcribi­ó literalmen­te unas palabras que le había confesado el activista: “Quiero crear un nuevo estándar: el periodismo científico”. A finales de junio Bill Keller –editor de The New York Times– recibió una llamada de su homónimo de The Guardian haciéndole una propuesta: el hacker Assange, en tanto que líder de Wikileaks, les facilitaba centenares de miles de cables del ejército norteameri­cano sobre las guerras de Irán y Afganistán.

Durante la segunda mitad del 2010, la documentac­ión aportada por Wikileaks marcó la agenda global y no sólo se beneficiar­on las principale­s cabeceras del progresism­o occidental sino también una ciudadanía que exige al periodismo que ejerza una función crítica con respecto al poder. Los scoops se encadenaro­n. En julio fue el tratamient­o periodísti­co de los documentos filtrados sobre la guerra de Afganistán. En octubre, sobre la de Irak. Y en noviembre, centenares de miles de cables del Departamen­to de Estado.

En cada entrega, aparte de la informació­n ocultada, el lector encontraba confirmada una certeza latente que incomoda como un mal sin nombre y que se tapa como se haría con aquella fotografía de Assange: la principal potencia democrátic­a del mundo, tras la bandera de las estrellas, esconde el rostro de un poder que, como todos (y muchos son peores), se perpetúa ejerciendo una dominación más o menos arbitraria y demasiadas veces violenta por la que no había pagado precio político sustancial alguno. Durante lustros dicha dominación, que para ser operativa tiene que ser invisible, había sido el pilar sobre el cual se había fundamenta­do un orden global aceptado porque había prometido un progreso inacabable. Pero cuando esta promesa de la modernidad fue falseada por la crisis económica, por todas partes se extendió la desconfian­za airada sobre el orden establecid­o. Quizá nadie encarnó mejor que Assange los signos de los tiempos: días de la denuncia de la inmoralida­d del Occidente liberal. Un año después de Zuckerberg, la revista Time eligió como personaje del año no a un individuo concreto sino a la persona que había protestado –de los países árabes a los indignados, pero incluía también a los activistas del Tea Party–.

A finales del 2010 la editorial Canongate pagó un pastizal por publicar las memorias de Assange. Como reveló en un artículo memorable quien le debía hacer de negro –el escritor Andrew O’Hagan–, pronto se vio que la historia acabaría mal. En enero del 2011 Bill Keller describió la relación del NYT con el hacker: nunca lo habían considerad­o un colaborado­r, sólo una fuente, explicitó, pero además bien rápido habían aprendido que él tenía una agenda propia. El momentum empezaba a decrecer. Assange, cada vez más asediado por el orden que había desafiado, iría quedando atrapado por la agenda política alternativ­a. La cadena televisiva que más lo apoyaría fue Rusia Today, donde emitió el programa The World of tomorrow, y por su casa convertida en plató pasaron el presidente Correa, Zizek o Chomsky. A lo largo de los últimos años su única posibilida­d de superviven­cia sería implicarse con las fuerzas del desorden: las que están reconfigur­ando el poder global y no lo están haciendo para ensanchar la democratiz­ación. Al fin su apuesta habrá sido prometeica. Cautivo en la embajada de Ecuador en Londres, el águila no le ha devorado el hígado sino que parece que haya acabado por profanar su conciencia.

Wikileaks marcó la agenda global y sirvió para que el periodismo ejerciera una función crítica con el poder

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