La Vanguardia

Perdona, nena

- Francesc-marc Álvaro

Hace unos días, fui testigo de una escena que diez años atrás habría formado parte de la normalidad, de esas cosas que no se cuestionan y que denominamo­s la costumbre. Un hombre veterano, más cerca de los setenta años que de los sesenta, se dirigió a una chica que no conocía y que estaba hablando conmigo con la palabra nena para pedirle algo.

“Nena”, sonó como el frenazo de un automóvil, como un cristal que se rompe, como una puerta cerrada de golpe. Mi amiga y yo pusimos cara de sorpresa y enfado. Entonces, el hombre añadió mecánicame­nte: “¿No te importa que te llame nena, verdad?”, una frase que sólo podía merecer la réplica contundent­e de quien había sido interpelad­a: “Mi nombre no es nena, y no soy ninguna nena”. El hombre esbozó una mueca e insistió, en lugar de pedir disculpas: “Es que yo a las chicas las llamo siempre nena, o guapa...”. Mi amiga insistió con firmeza en que no aceptaba este tipo de palabras por parte de extraños, pero sin ensañarse, algo que habría podido hacer perfectame­nte, dada la actitud del individuo. La escena rascaba y provocaba vergüenza ajena: el personaje que había metido la pata no lo quería reconocer y se escondía bajo el disfraz de viejo chocho pretendida­mente simpático.

A mí, ese mismo hombre no se me habría dirigido nunca con la palabra nene, ni ahora ni hace veinte años, cuando yo todavía no tenía ninguna cana y podía pasar por babyface. Sólo mi padre lo hace. Este es el elemento que permite afirmar que la familiarid­ad impropia de este individuo con una mujer adulta pero joven es una manifestac­ión del machismo más rancio y lamentable. Durante siglos, habíamos escuchado (y también habíamos dicho) “nena” y cosas similares, con una total ignorancia de lo que eso representa y estigmatiz­a. Ahora, muchos hombres hemos tomado conciencia de ello, y tratamos de evitarlo. Pero no todos. El anónimo que protagoniz­ó el breve episodio que he referido sabía muy bien que eso que decía no tocaba, pero actuó como siempre lo había hecho, con la fuerza de la costumbre y de la inercia. ¿Y cómo sé que aquel tipo era consciente de que se estaba estrelland­o? Porque sólo hizo falta una leve expresión del rostro de mi amiga para que él entendiera que esa normalidad que nos imponía de manera estúpida y torpe no era bienvenida. Pensé que ese hombre había decidido vivir simulando que no se da cuenta de los cambios que suceden a su alrededor, aunque los conoce, lo cual me irritó, porque obliga a las mujeres (y a otros hombres) a tener que pararle los pies con más o menos severidad. Además, su edad es la coraza que usa para tener una cierta impunidad y ahorrarse que lo manden a freír espárragos.

Nadie es perfecto y quién sabe cómo acabaremos. Pero me da pánico que, llegado el día, el ser viejo sea mi triste coartada para lanzar caspa a los demás.

La escena daba vergüenza ajena: el personaje que había metido la pata no lo quería reconocer

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