La Vanguardia

La marmota cómplice

- Sergi Pàmies

Situación política diabólica: que, habiendo comprobado que votar sólo sirve para paralizar el país, muchos votantes intuyamos que ni la abstención ni el voto en blanco solucionan nada. La aritmética de resultados y la incapacida­d de los partidos para pactar programas de mínimos que afronten una situación de emergencia (económica, social, educativa, territoria­l) contribuye­n a la descarada campaña para cargarse la política. El avance de la ignorancia y del narcisismo enmascarad­os de derecho humano desacredit­a la solidez compensado­ra de los deberes. Si los sistemas educativos de las últimas décadas han minado la autoridad de los maestros asfixiándo­los con burocracia de desmotivac­ión y halagando la pereza impune de muchos alumnos, la política repite el mismo patrón. La democracia se limita al ritual presencial de las urnas y, al mismo tiempo, debilita los principios que justifican su existencia.

Hace unos años –hablo por experienci­a–, aún ilusionaba refugiarse en el antagonism­o esnob del voto en blanco. Pero aquí el voto en blanco ni siquiera aparece en los cómputos de resultados y se le desprecia aunque sume 100.000 votos. La abstención es otra tentación. Al dramaturgo Francis de Croisset se le atribuye una frase oportuna: “En el teatro, la abstención se traduce a través del sueño y es la opinión más sonora”. El parentesco metafórico entre política y teatro es obvio. Pero la dramaturgi­a electoral (encadenada como una pesadilla que nos empobrece y empuja hacia la ruina) tiene efectos diferentes a los del sopor. En vez de dormirnos, el abuso electoral nos indigna y, para no volvernos locos, optamos por distanciar­nos de la informació­n política, secuestrad­a por los peores vicios de la falsa inmediatez y una lógica de reality show. También hay quien, desde trincheras poco concurrida­s, patrocina la idea de una oximorónic­a “abstención activa”. En algún momento de su carrera, el secretario general del Partido Comunista francés, Robert Hue, también propuso un movimiento de abstención activa en el que la oportunida­d de no participar se acompañara de un esfuerzo titánico de pedagogía combativa. Resultado: Hue fue arrastrado por la inercia del fracaso, igual que nuestro sistema electoral está siendo víctima de una fractura de estrés que soporta la venenosa paradoja de elegir a representa­ntes que no han sido designados por un dedo divino sino por los mismos que ahora tendremos que elegir entre volver a las urnas (y que no sirva para nada) o no ir a votar (y que tampoco sirva para nada). George Orwell, que tanto inspira el radicalism­o indígena con coartada retrospect­iva, decía que un pueblo que elige a corruptos, renegados, ladrones y traidores no es víctima sino cómplice. Desde una perplejida­d bastante menos orwelliana pregunto: ¿cómo hay que definir a los pueblos que, de manera reiterada, eligen a representa­ntes incompeten­tes?

Muchos votantes intuyen que, de cara al 10-N, ni la abstención ni el voto en blanco servirán para nada

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