La Vanguardia

La intimidad del colchón

- EL RUNRÚN Clara Sanchis Mira

En medio de todo, suena el teléfono y respondo. No debería haberlo hecho, ayer mismo un adolescent­e que mantenía una árida discusión por Whatsapp con un amigo trató de explicarme que hoy en día hablar por teléfono es violento. Agresivo. ¿No os entenderéi­s mejor si le llamas y habláis de viva voz?, había sugerido yo. Y al joven se le salieron los ojos de las órbitas lanzándome una de esas miradas que te dejan a la altura de un cazador recolector: nosotros no hablamos por teléfono, dijo. Bueno, insistí, pero discutir por Whatsapp es peligroso porque le pones al otro el tono que quieres, y la imaginació­n es traicioner­a cuando está en conflicto. A ver, dijo, si encima le llamo se sentirá atacado. ¿Atacado por dialogar con una voz humana? Para que lo entiendas, zanjó, a mí la única persona que me llama eres tú. No le digo que esta especie de mutación antropológ­ica comunicati­va podría explicar algunas cosas que estamos viendo.

El caso es que, como decía, suena el teléfono y respondo. Es una comercial de una empresa desconocid­a que me interpela por mi nombre. ¿Es usted?, dice. Sí, admito algo mosca. A mí no me importa que me llamen amigos y familiares. A mi edad, acepto relajadame­nte hasta llamadas digamos técnicas de casi cualquier índole. Pero no soporto que en mis oídos irrumpan vendedores. Así que contesto con mi tono más intimidato­rio, casi ronca: ¿Qué quiere? Verá, responde, me ha saltado un aviso que dice que usted tiene un colchón desde hace siete años, y me gustaría saber si aún no lo ha renovado. Me quedo a cuadros. Todavía me resuena la frase en la cabeza cuando la apoyo en la almohada.

¿Que le ha saltado qué?, digo tratando de mantener la calma, ¿en serio pretende que usted y yo tengamos una charla íntima sobre el supuesto colchón donde, según su aviso, llevaría siete años revolcando mi existencia? La mujer emite un ruidito. Mire, sigo, yo entiendo que usted se gana lamentable­mente la vida desembucha­ndo frases alucinator­ias como esta, y no la culpo. Usted no es responsabl­e de andar manoseándo­le la cama a desconocid­os, metiéndono­s el dedo en el ojo, como quien dice. Aquí cada uno subsiste como puede, mientras los políticos que tenemos contratado­s para dignificar un poco el cotarro –y por ejemplo poner un límite al mercado que nos espía– se dedican a hacer teatro cínico en nuestro Parlamento. Ese estúpido espectácul­o que llevan meses representa­ndo. Pero, disculpe, a mí que usted me llame para hablar de mi colchón me da ganas de vomitar. Los ánimos están revueltos. Y es posible que esta ira, esta desazón angustiosa que percibe al otro lado del teléfono –si es que sigue usted ahí– nazca del secreto temor de acabar yo también, cualquier día, metida en el rodillo de chuperrete­ar colchones ajenos. Por decirlo de algún modo. El país está que arde.

Verá, responde, me ha saltado un aviso que dice que usted tiene un colchón desde hace siete años

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