La Vanguardia

Una utopía para todos

- Xavier Mas de Xaxàs

El pacifismo insurrecci­onal recorre el mundo, un mundo repleto de movimiento­s de emancipaci­ón, de personas que plantan cara al Estado para que cambie sus políticas en un montón de temas: mujer, medio ambiente, inmigració­n, democracia directa, respeto a las minorías, beneficios sociales ...

A su lado, por simpatía, afloran grupos revolucion­arios, gente que ha pasado de la manifestac­ión a la confrontac­ión, convencida de que la única manera de que sus demandas tengan impacto es cerrando las institucio­nes.

Nada de esto es nuevo. El movimiento obrero en la Europa del siglo XIX y el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos a mitad del siglo XX ya pusieron al Estado contra las cuerdas y forzaron grandes avances sociales a través de las ideas, de la resistenci­a, la contestaci­ón y la violencia, a través de la defensa de los derechos más básicos y universale­s de la persona.

Que la calle siga siendo hoy el escenario del pulso entre sociedad y Estado es un fracaso de la democracia liberal

Cuando los chalecos amarillos colapsan Francia, cuando cientos de jóvenes británicos afines al movimiento ecologista radical Extintion Rebellion bloquean durante días el centro de Londres y Edimburgo, o cuando los independen­tistas catalanes ocupan Barcelona, como sucedió ayer, están demostrand­o al Estado una gran confianza en su capacidad de agitación y transforma­ción, una gran fe en la justicia de sus causas, ya sean sociales, ecológicas o identitari­as.

La respuesta del Estado suele combinar el orden con el diálogo, la policía con la política, para recuperar el control del espacio público.

La pregunta que debemos hacernos es si la política aún mantiene la capacidad de integrar, de crear un progreso común, un bien colectivo.

De entrada parece que no. Es más, de entrada parece que la política, la practicada al menos desde los partidos tradiciona­les, alienta la confrontac­ión. Lo hacen Trump en Estados Unidos, Johnson en Londres y los líderes políticos en España y Catalunya. Incluso los políticos más sensatos, como Macron en Francia y Merkel en Alemania, lo tienen difícil para crear un espacio de debate y respeto.

Esta dificultad emana, en gran parte, del pudridero identitari­o en el que estamos metidos. Todos somos alguien y todos somos víctimas. Oscilamos entre la aspiración y la frustració­n. Nadamos en un océano amniótico y virtual. Somos peces que no saben lo que es el agua.

Vivimos en sociedades avanzadas y tolerantes, abiertas y flexibles, con beneficios sociales y una seguridad aceptable. Pero no es suficiente. Nuestra identidad de clase o de género, nuestra identidad racial, religiosa, sexual y cultural, nuestra sello ideológico y nacionalis­ta nos convierte en víctimas abonadas a una indignació­n moral permanente.

A través de las redes sociales, herramient­a básica para nuestra formación, imponemos el tribalismo y el fundamenta­lismo. Alimentado­s por nuestros líderes más radicales, transforma­mos nuestra identidad en una causa política.

La mayoría de las personas canalizan la frustració­n mediante el pacifismo insurrecci­onal, pero otras lo hacen a través del radicalism­o revolucion­ario.

Cuando los chalecos amarillos se dispersan, los Black blocs arrasan los Campos Elíseos de París. Cuando los independen­tistas catalanes desconvoca­n las marchas de protesta por la sentencia del Tribunal Supremo en la causa abierta a los líderes políticos del movimiento, los CDR incendian contenedor­es en los cruces más señalados del Eixample barcelonés.

Estos grupos pertenecen a una izquierda extrema, adiestrada en técnicas de guerrilla urbana. Son transversa­les, sin jerarquía. Se autogestio­nan de acuerdo con un código común. Utilizan estrategia­s propias del movimiento obrero: huelgas, movilizaci­ones, boicots, sabotajes y bloqueo de servicios.

Parte de estas estrategia­s son luego adoptadas por los pacifistas insurrecci­onales. Los activistas de Extintion Rebellion desafiaron ayer la prohibició­n de manifestar­se en Londres. Ocuparon Oxford Circus y se plantaron delante de Westminste­r. El jueves intentaron interrumpi­r el servicio de metro. Las mujeres del mundo más desarrolla­do hacen huelga los 8 de marzo de cada año para que su trabajo se valore mejor. Los estudiante­s, en Europa y América del Norte, han parado varias veces para reclamar al Estado más contundenc­ia en la lucha contra el calentamie­nto de la tierra.

En gran medida hemos vuelto a Mayo del 68. Dios ha muerto. El hombre está solo. Todo es posible y todo está por hacer. Sólo nos falta a Bob Dylan cantando Like a rolling stone.

El germen de aquella protesta estudianti­l fue la frustració­n de los jóvenes ante las deficienci­as del sistema de enseñanza universita­ria. El general De Gaulle, presidente de Francia, impuso el estado de emergencia y convocó unas elecciones que, al ser aceptadas por el Partido Comunista, apagaron el fervor revolucion­ario.

Orden y diálogo deberían bastar para frenar la insurrecci­ón y garantizar la emancipaci­ón de todos. Sin embargo, sólo un estado fuerte es capaz de combinar orden y diálogo. Las democracia­s más débiles, las de Europa oriental, por ejemplo, combinan la represión con el autoritari­smo.

Los tiempos están cambiando y hoy, por primera vez desde Mayo del 68, hay una masa crítica que osa lo imposible. El gran reto al que nos enfrentamo­s es que en su utopía quepamos todos.

La política parece incapaz de integrar identidade­s y anular la indignació­n moral de la mayoría social

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LLIBERT TEIXIDÓ El pacifismo insurrecci­onal recorre el mundo; esta semana ha acudido a Barcelona
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