La Vanguardia

La mística de la revuelta

- Fernando Ónega

Las primeras imágenes de la multitud que llenaba la Meridiana al llegar una de las marxes impresiona­ban. Para un independen­tista tenían que ser emocionant­es. Eran el primer anuncio de una de las mayores movilizaci­ones que se han visto en Catalunya. No había indiferenc­ia ni pasotismo. Había ganas, quizá necesidad, de levantar la voz contra una sentencia. La Catalunya independen­tista se echó a la calle, mientras los CDR anunciaban su propósito de montar una sentada permanente, supongo que a imitación del 15-M en la Puerta del Sol de Madrid. Si algo tienen las protestas de estos días es la mística de la revuelta. Por eso, a partir de ayer la pregunta ya no es sólo cuánta gente participa, sino cuánto tiempo mantendrán la ofensiva. Es como si se hubiera abierto una pugna entre los manifestan­tes y las policías autonómica y del Estado para demostrar quién resiste más. Ese empieza a ser el pulso.

La verdad es que cuanto ocurre en Catalunya es otra vez la tormenta perfecta. La sentencia del Supremo se publicó cuando parte de la sociedad estaba preparada políticame­nte para algo parecido a la insumisión, increíblem­ente alentada por los gobernante­s catalanes. El olor a conflicto atrajo a Barcelona a grupos extremista­s de todo signo, que segurament­e son los causantes de los peores altercados. Los Mossos d’esquadra, hartos de ser considerad­os la policía política de Quim Torra e informados de las intencione­s de los tumultos, se emplearon a fondo. Hubo y hay grupos y personas interesado­s en demostrar que el independen­tismo no es tan pacífico como dice. Las improvisac­iones de Torra agudizaron la división entre los partidos secesionis­tas. Y, coronándol­o todo, la campaña electoral.

La campaña puso los estragos añadidos. Entiendo que, cuando Torra anuncia que pondrá las urnas para validar la independen­cia, aspira a conquistar el liderazgo social del independen­tismo. Y entre los partidos de ámbito estatal, el olor a urnas se convirtió en el gran enemigo de la unidad a la que aspiraba Pedro Sánchez cuando convocó a la Moncloa a Pablo Casado, Pablo Iglesias y Albert Rivera. Ayer, mientras se llenaban las calles de Barcelona, los líderes del PP y Ciudadanos competían por la dureza contra el Gobierno central. Casado, además de pedir las medidas excepciona­les previstas en las leyes, para reclamar que vuelva a ser delito convocar un referéndum. Rivera, para reprochar al Gabinete de Sánchez que no sepa ver la realidad ni sepa gestionar la crisis. Y todos hacen cálculos de cuál es la posición más rentable con vistas a las urnas de noviembre.

Al cierre de este artículo, se puede decir que la huelga general, si es cierto que fue seguida por cerca del 50% de la población, se aproxima mucho a la división ideológica de la sociedad catalana. Se acaba la jornada y cruzo los dedos para que no sea la quinta noche de los radicales ni de los extremista­s que dicen que vienen de media Europa. La palabra que más se aproxima a los sentimient­os es miedo; un miedo difuso, el miedo a no saber qué ocurrirá.

La pregunta ya no es sólo cuánta gente participa en las protestas, sino cuánto tiempo durarán

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