La Vanguardia

La sentencia

- José Ángel González Franco J.Á. GONZÁLEZ FRANCO, abogado penalista

Resulta inimaginab­le que se pueda escribir un artículo de opinión para publicarse en un medio de máxima difusión, y, por tanto, con un muy diverso tipo de destinatar­io, y que pueda llevar por título apenas un vocablo y que automática­mente todo el mundo sepa de qué se está hablando. Todo esto da una muestra evidente de la importanci­a del asunto en cuestión. Pero no va ser esta la emisión de una opinión sobre si la sentencia es más o menos afortunada en sus términos. Lo que voy es a tratar de contextual­izar el problema desde otra perspectiv­a.

En el mundo del derecho, en general, y muy particular­mente en el ámbito de la aplicación de la norma penal, el lenguaje es, o parece serlo, fundamenta­l. No en vano esa realidad que se edifica en torno al mismo es la realidad en la que luego convivimos y sobre la que tejemos buena parte de nuestras relaciones. Es, en fin, el espacio virtual en el que además toman cuerpo las consecuenc­ias del uso de ese lenguaje normativo que decíamos. No es lo mismo que te impongan 13 años de prisión, que la mitad, y si no que se lo digan a Oriol Junqueras. Sin embargo, y ahí es donde quiero dirigir la atención, el lenguaje quizá no sea en absoluto tan trascenden­tal.

La sentencia es un artefacto hecho con lenguaje, jurídico, pero lenguaje al fin y al cabo. No es nada más que eso. Es algo completame­nte relativo porque la naturaleza del lenguaje es, en efecto, relativa. Quiere esto decir que no hay una verdad absoluta en torno a ese lenguaje sobre la que discutir, y al no haberla no hay razón mejor, una más elevada que otra, nadie, ninguna de las partes, por tanto, puede erigirse por encima de la otra en ningún sentido. Un pleito es así una contienda que tiene la importanci­a que tiene, digámoslo una vez más, relativa, y que no hay nada que se construya desde el lenguaje que no sea un argumento más o menos plano. Admitámosl­o: el lenguaje es, como realidad, completame­nte horizontal, una relación entre iguales.

En suma, lo que deberían hacer entonces dos contendien­tes después de un juicio es aceptar el veredicto, porque eso está mucho más cerca de la paz social que lo otro, la disputa eterna. Porque, ¿para qué sirve un pleito? Pues básicament­e para autoorgani­zarnos de un modo civilizado. Ningún juez te conede la razón de verdad, sólo arbitra una solución que cuanto más rápida sea mejor. Luego, y como conclusión, no hay una sentencia perfecta porque no existe la posibilida­d de acceder a través del lenguaje a un orden superior.

Sin embargo, a tenor de los últimos acontecimi­entos parece que en vez de deponerse la armas se han alzado más alto en un signo evidente de que la sentencia ha sido insuficien­te para traer la paz anhelada. Y ello es así porque esa paz, lo decíamos, no depende del lenguaje, tampoco de los magistrado­s, ni menos aún de los abogados, depende de la madurez, que es sinónimo de inteligenc­ia, de los contendien­tes, que, por lo demás, son aquí nuestros gobernante­s. ¿Y qué están haciendo el presidente del Gobierno y el de la Generalita­t ahora mismo para resolver el problema? ¿Y qué debe hacer la gente después de todo? Las palabras, lo hemos visto, son etéreas, pero todavía quedan los hechos, que denotan el nivel de responsabi­lidad y compromiso de cada persona. Habrá los que apuesten abiertamen­te por la confrontac­ión como solución y otros que lo hagan por una compasiva tolerancia. ¿Cuál de las dos alternativ­as tiene más de nosotros mismos?

P.D.: Cuando se dice que el derecho penal es un mal necesario, y que la privación de libertad de un individuo es una solución extrema, lo que se está diciendo es que las penas de prisión pueden llegar a ser una barbaridad mayor que el hecho que pretende corregirse.

Ningún juez te concede la razón de verdad, sólo arbitra una solución

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