Un profundo deseo de paz
Entre España y Portugal, hay una distancia cercana. A veces, los lusos viven en su propia luna, sin nada que ver con el sol de intensas emociones del país vecino. En otras ocasiones, sin embargo, lo que ocurre en la esquina portuguesa ilumina lo que sucederá en el ruedo español. Son horas en que Portugal funciona como una profecía para el resto de Iberia. Sucedió esto, por ejemplo, con la revolución de los claveles de 1974, que anunció la transición y la democracia en España. Las elecciones lusas del pasado día 6 de octubre puede que hayan sido también proféticas para lo que pasará en la jornada del 10 de noviembre.
En primer lugar, el Partido Socialista, en Portugal, ganó y perdió las elecciones. Las ganó porque quedó claramente primero, pero las perdió porque no alcanzó la mayoría absoluta que tanto anhelaba. Es en este momento muy posible que al PSOE de Sánchez le pase lo mismo: que gane y pierda las elecciones. Según muchos sondeos, quedará primero, pero puede que no con el refuerzo de votos y escaños que deseaba.
No es este quizás el momento de pedir mayorías partidarias en la península Ibérica. La sociedad está dividida, perpleja y cansada. La gente siente que los pactos son necesarios, indispensables; que constituyen el único camino posible. Hubo, por otra parte, mayorías en el pasado que no nos libraron de atolladeros financieros o políticos. Por eso, en Portugal se formó un pacto que aúna a los comunistas, la izquierda alternativa del Bloco y los socialistas. Una alianza considerada imposible, pero que ha resultado. Es la célebre geringonça, palabra coloquial que, en portugués, se refiere a un armatoste extraño, pintoresco y risible, pero que funciona. Fue este artefacto el gran vencedor de las pasadas elecciones: la gente midió sus votos para que esta siguiera siendo la principal solución gubernativa.
Curiosamente, en España, el pasado mes de abril también se votó para que hubiera pactos: un armatoste gubernativo hispánico. De hecho, el bloque de Colón fue derrotado porque veía la democracia española como una apisonadora y un sistema de constantes conflictos. Pero los responsables políticos que salieron a flote de la gran marejada electoral se distrajeron en sus juegos de póquer personales y olvidaron este hondo deseo de acuerdo y diálogo de los votantes. No fueron capaces de generar el artefacto de gobierno que se les pedía. Decepcionaron. Por ello, resulta probable que ahora sean penalizados en las urnas. En primer lugar, Ciudadanos, un partido que últimamente parece enfadado con todo el mundo. Pero también resulta posible que el PSOE y Unidas Podemos tengan algunas dificultades, estancando sus resultados o incluso bajando.
En las últimas elecciones lusas, no sólo se afirmó la geringonça. Se votó en varias direcciones. La población también apostó por mantener un partido fuerte, el PSD, de centroderecha, en la oposición. El bipartidismo se sigue considerando una garantía: un seguro de vida político. Algo que puede también ocurrir en España, si se confirma la subida de un PP en versión más moderada.
Por otra parte, muchos votantes manifestaron interés por las nuevas formaciones políticas. Tenemos ahora el Parlamento más diverso desde 1974: nueve partidos con escaños. Algo nunca visto en Portugal. Ni siquiera en los tiempos floridos de la revolución, en que había muchos movimientos políticos, cada uno con su sueño particular, ocurrió algo así. Este comportamiento electoral luso parece darle buenas cartas a la novedosa plataforma Más País, de Íñigo Errejón.
Finalmente, en el sufragio portugués ha ocurrido la llegada al Parlamento de un diputado de extrema derecha. Algo sentido como un sacrilegio por un régimen nacido de una revolución de izquierdas. Eso indica que el radicalismo patriótico está ahí, dinámico, en los dos países ibéricos, y ha venido para quedarse durante un tiempo.
Sin embargo, tal como en Portugal, parece existir en España, también en Catalunya, una mayoría silenciosa que desea paz, sosiego, estabilidad, sin que la metan en heroísmos de austeridad económica o en callejones sin salida embanderados. Históricamente, la existencia de esta mayoría resulta muy importante. La paz como cultura compartida en la España contemporánea tiene cuarenta años y pico: la edad de la joven democracia española. Aún es poco tiempo, muy poco, en el marco de una larga historia a veces tremebunda. Las voces que plantean el regreso al conflicto, aunque potentes y, sobre todo, muy alimentadas por la memoria de esos siglos sombríos, no han logrado la mayoría. La gente quiere otra España: plural, pacífica, próspera y respetuosa.
Esta parece ser, creo, la voz de la historia. Difícil de escuchar, con todo el ruido que hay en el ambiente. Pero ganarán las elecciones, y sobre todo el futuro que de ellas nazca, los líderes que sepan corresponder a este deseo popular. Resulta, de hecho, bastante extraño convocar un sufragio para corregir el voto de los electores. Da la impresión de que funcionaría mejor que los políticos se corrigieran a sí mismos. Y puede que sea ese el sentido de los resultados del próximo día 10 de noviembre: los votantes quizá se reafirmen en su idea de dividir los escaños, aunque sea de otra manera, forzando así una negociación. Claro que faltan todavía los debates y la campaña electoral, que en Portugal fueron muy importantes para el resultado final. Está en curso, además, el maremoto catalán, posterior a la sacudida sísmica de la sentencia. Pero creo que ese deseo de paz está ahí y seguirá ahí. Un anhelo profundo de sanar dramas, conflictos y heridas.
Conviene que los líderes políticos del momento vayan encontrando el otro lado de sí mismos. O que se aparten, en el caso de que no sean capaces de construir la nueva realidad que se les pide.
Como en Portugal, parece existir en España, también en Catalunya, una mayoría que desea paz y estabilidad