La Vanguardia

Caldo de cultivo

- Ignacio Sánchez-cuenca

Al final, la sentencia ha condenado a los líderes independen­tistas a largas penas de cárcel por los delitos de sedición y malversaci­ón. El famoso delito de rebelión, equivalent­e a un golpe de Estado, que agitó con retórica exaltada la Fiscalía del Estado y que sirvió para que el poder judicial interfirie­se gravemente en el proceso electoral, ha quedado en nada.

Había varias alternativ­as a la hora de aplicar las categorías penales a los sucesos de otoño del 2017. Los magistrado­s podían haber decidido que dichos sucesos no tenían relevancia penal, o que la tenían, pero en grado menor (desobedien­cia, malversaci­ón), o que la tenían en grado considerab­le (sedición) o en grado máximo (rebelión). Estoy seguro de que los miembros del Supremo, todos ellos de probada capacidad jurídica, podrían haber construido buenas justificac­iones para cada una de las alternativ­as. En el caso de hechos políticos como los que se han juzgado, el grado de discrecion­alidad del poder judicial es especialme­nte amplio, pues carecemos de categorías precisas con las que analizar lo sucedido, siendo inevitable que se mezclen en la argumentac­ión considerac­iones que van más allá de lo estrictame­nte jurídico.

Los magistrado­s del Supremo son personas de carne y hueso, viven en un país concreto y en una determinad­a época, se han socializad­o en ciertos valores y son sensibles al debate público. De todas las opciones a su alcance, han creído que emplear el tipo penal de la sedición era lo más adecuado. Es fácil imaginar por qué.

En primer lugar, la sedición ha posibilita­do un consenso entre magistrado­s muy conservado­res y algo menos conservado­res, reforzando así la legitimida­d con la que se emite la sentencia. En segundo lugar, una condena por rebelión habría supuesto un descrédito internacio­nal no sólo para el sistema judicial, sino también para la propia democracia española y para la imagen del país. Y, en tercer lugar, la opinión pública y la mayoría de las fuerzas políticas demandaban una sanción severa.

Me gustaría insistir en este último punto. El ambiente político que se vive en España desde el otoño del 2017 ha facilitado mucho las cosas al Supremo. Se ha ido creando un caldo de cultivo en el que la justicia penal tiene vía libre para proceder como lo ha hecho. En el momento de los acontecimi­entos, nadie pensó que la crisis del otoño fuera una rebelión o una sedición. Ese tipo de acusacione­s comenzaron con las querellas presentada­s por la Fiscalía a finales de octubre y fueron extendiénd­ose paulatinam­ente por la sociedad, a medida que se reactivaba un nacionalis­mo español intransige­nte que se creía superado. Su manifestac­ión más anecdótica es la proliferac­ión de banderas españolas; la más preocupant­e, el resurgir del discurso de la anti-españa.

Dicho nacionalis­mo español se basa en una concepción excluyente que no acepta la existencia de otra nación que no sea la española, que considera que los ciudadanos que optan por la separación de España son todos víctimas de un gigantesco engaño y que el proyecto nacional catalán tiene como meta construir no una república democrátic­a como las del resto de Europa, sino un Estado basado en la supremacía de la etnia catalana. Además de todo ello, el nacionalis­mo español no ha dudado en recurrir al marco mental de la lucha contra el terrorismo de ETA. En los medios conservado­res de Madrid, la asociación entre independen­tismo y violencia se da por evidente. No es entonces de extrañar que muchos políticos españoles se refieran a los independen­tistas como “golpistas”, ni que propongan aplicar el 155 a todas horas.

Al situar el independen­tismo fuera de los límites de la democracia, resulta imposible promover cualquier acercamien­to dialogado y consensuad­o. Quien cuestiona los valores democrátic­os no merece otra respuesta que la de los tribunales.

Es en ese contexto donde el delito de sedición cobra sentido. El Tribunal Supremo podía haber entendido que España atraviesa una crisis constituci­onal, que las relaciones entre el principio democrátic­o y el principio de legalidad se han tensado al máximo y que hay que compaginar el respeto a la ley con el respeto a la protesta. Pero, en lugar de ello, el Supremo ha decidido que el Estado de derecho debe primar sobre el elemento democrátic­o y que la protesta y la resistenci­a ante los mandatos de la autoridad equivalen a un “alzamiento tumultuari­o”. No niego que haya maneras más o menos barrocas de establecer una continuida­d entre las sentadas a la puerta de los colegios y un alzamiento, pero, desde luego, también se podía optar por renunciar a la criminaliz­ación de la resistenci­a ciudadana: de las sentadas del 1-O al alzamiento tumultuari­o hay un salto jurídico.

Si el Supremo no quiere ver la diferencia entre sentadas y alzamiento es por motivos ideológico­s, propios de la asfixiante cultura política que se ha impuesto en España en estos últimos años. Dicha cultura se basa en una concepción fina y ligera de la democracia, que atribuye más importanci­a al cumplimien­to de la legalidad que a la práctica democrátic­a. El conflicto territoria­l no se resolverá hasta que pongamos en pie de igualdad legalidad y democracia y pensemos en formas de conciliar ambos elementos que resulten satisfacto­rias para todas las partes. La sentencia del Supremo nos aleja de ese objetivo.

En el pasado he intentado argumentar, sin demasiado éxito, me temo, que los sucesos del otoño catalán son el resultado de una crisis constituci­onal profunda, en la que el sujeto de la soberanía popular (el demos) ha sido cuestionad­o por una parte de la sociedad catalana. Este tipo de conflicto político requiere acuerdos complejos que restablezc­an un mínimo consenso sobre las reglas que deben articular la convivenci­a entre ciudadanos con identidade­s nacionales diversas. Esos acuerdos pueden ser de muchos tipos: entre otras opciones, una reforma federal de la Constituci­ón, el reconocimi­ento efectivo de la plurinacio­nalidad española o la celebració­n de un referéndum que certifique la magnitud del apoyo a la independen­cia.

La Fiscalía General del Estado primero, y el Tribunal Supremo después, han hecho cuanto han podido para negar la crisis constituci­onal española. El resultado final es la sentencia del pasado 14 de octubre. Aun separándom­e diferencia­s muy profundas de los líderes independen­tistas encarcelad­os y de la estrategia unilateral que pusieron en marcha, vaya desde aquí mi solidarida­d con todos ellos: en un país con fundamento­s democrátic­os más sólidos, esta sentencia nunca habría sucedido.

Una condena por rebelión habría sido un descrédito internacio­nal para la democracia española

La Fiscalía y el Tribunal Supremo han hecho cuanto han podido para negar la crisis constituci­onal

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