La Vanguardia

La ‘zona cero’ de Barcelona

- Susana Quadrado

Recorro mi barrio, rebautizad­o ahora como la zona cero de los altercados, deteniéndo­me en los lugares de costumbre para hablar con los conocidos, mis vecinos, el mecánico, la dueña del quiosco, el camarero del restaurant­e chino... Percibo pesimismo y un sentimient­o de extravío general. No sé qué votan, ni quiero saberlo, qué más da. Hay angustia y preocupaci­ón.

Hay hartazgo.

Y hay miedo, sí.

Quizá esta sensación de vulnerabil­idad se deba a la proximidad física a los disturbios. Puede, pero existe, es real. Los hechos evoluciona­n a más velocidad de la que podemos metaboliza­r y nos pilla en medio.

En el ambiente pesa y mucho el humo que se coló la noche del miércoles en las casas de los vecinos, tan negro como esta semana que se sabe histórica. Acojona, y ya me perdonarán el lenguaje, ver las llamas tan cerca de tu balcón, amenazante­s.

Distinto es el día de la noche. A la luz del sol todo discurre de forma anormalmen­te normal: quedan heridas en el asfalto, piedras en la acera, cortes en las calles, los operarios de la limpieza. Y un intenso olor a goma quemada. Así huele el Eixample. Cunde el desconcier­to y la duda: ¿Hasta cuándo?

Desde que el Supremo leyó la sentencia del 1-O no ha pasado ni una semana, aunque parece una eternidad. Muchas cosas han cambiado en pocos días. También en lo emocional. Impresiona cómo el conflicto político actúa sobre el nervio trigémino de nuestro cerebro y dispara nuestros sentidos con evocacione­s y recuerdos negativos. El sonido del helicópter­o. El oído. El fuego. La vista.

El olor a goma quemada. El olfato. Los violentos que actúan cuando cae la noche no son sólo los vándalos de siempre –léase, antisistem­a y ultras– sino que a la movida se apuntan jóvenes que se estrenan en esto al ver frustrada una ilusión. Nos lo están contando buenos periodista­s de sucesos como Mayka Navarro o Benet Iñigo, otra cosa es que nos guste oírlo. Es de una gran ingenuidad negar que entre los alborotado­res hay chavales que han mamado ya unos cuantos Onze de Setembre de la mano de sus padres y que ahora revientan, y lo revientan todo, incluso la protesta pacífica.

Una ilusión alimentada por una dirigencia independen­tista que ha construido –y aún persiste– un engaño sobre el doble lenguaje, la deslealtad y la frivolidad institucio­nal. Lo más triste es que los incendiari­os no saben ni por qué queman Barcelona. Su enemigo es un “Estado represor” y su objetivo, “la policía fascista”. No hay más: ni discurso, ni plan, ni futuro. Nada. Sólo rabia. La jauría de Arthur Penn.

La política de trinchera ha hecho trizas la calle, a saber qué más. Todo provoca la impresión de que el Gobierno catalán ha perdido el control, que el independen­tismo pueden perder el control. Y que en Madrid siguen sin entender qué pasa aquí.

De ahí el miedo.

Se huele la tormenta política. Se huele la borrasca social. Y ese olor te obliga a dudar de todo, incluso de la posibilida­d de que realmente exista una salida.

La proximidad a los disturbios causa una sensación de vulnerabil­idad: hay hartazgo, preocupaci­ón y miedo

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