De la dependencia
El ser humano, en el mundo animal, es el que madura más lentamente. Necesita unos cuantos años para poder buscarse la vida por su cuenta y eso crea todo un mundo de dependencias sin las cuales no podría sobrevivir. A partir de esto, la persona crece y se forma mediante dependencias orgánicas y afectivas, sin que este hecho la abandone a lo largo de toda su vida. Primero depende de los padres y, más adelante, depende de todas las relaciones con las personas de su entorno. Las dependencias pueden ser profesionales y también afectivas y amorosas. Y es esta dependencia de los unos con los otros la que ha hecho al ser humano sociable, porque sin sociabilidad moriría de inanición física y espiritual. Por tanto, y partiendo de esta base de la realidad, vale más hacerse consciente de las propias dependencias y gestionarlas lo mejor posible en vez de –en una democracia– clamar políticamente por la independencia como si ella fuese un Shangri-la, un país de fantasía donde todo es una maravilla, o sea, una gran falacia. Y además hay que decir bien claro que los que invocan esta independencia falaz no buscan nada más que el poder para manejar la situación como ellos quieren. Es decir, los que se lo creen no harían nada más que cambiar una dependencia por otra.
Una se pregunta cómo es que hay tanta gente que cree en esa tierra prometida cuando ahora en el mundo está todo interconectado social y económicamente. Es cierto que hay gobiernos corruptos, aunque también lo es que los hay honestos, y lo que tenemos en las manos es un mundo donde las democracias han ido creciendo y construyendo las bases para un parlamentarismo constante, con representantes de los partidos políticos que se crean. Es un mundo de palabras, de conversaciones y de pactos, y en manera alguna, un mundo de maravillas nunca vistas donde todo sería miel sobre hojuelas. La vida no es eso, sino que es más parecida a una búsqueda constante de la mesura de las cosas. Es mejor depender de un Estado de derecho, con todas sus limitaciones, que de una fantasía de un fugitivo de la justicia y de su vicariato. Las leyes se pueden cambiar, aunque hay que hacerlo según las mismas normas que rigen lo que, entre todos, hemos acordado.