La Vanguardia

Indiferenc­ia y libertad

- Francesc-marc Álvaro

No pensábamos mucho en esos europeos que habían quedado al otro lado del telón de acero

Qué pensábamos cuando eso sucedía? Hace pocos días, los medios hablaron profusamen­te del trigésimo aniversari­o de la caída del muro de Berlín y predominar­on las evocacione­s nostálgica­s y los análisis más o menos profundos (también oportunist­as) sobre el futuro de la democracia, los caminos del capitalism­o y lo que se llamó “el fin de la historia”. Ahora bien, he echado de menos algún papel que hiciera referencia al factor moral que hizo posible ese muro de grandes dimensione­s durante décadas: la indiferenc­ia.

¿Qué pensábamos cuando eso sucedía? Los que nacimos en plena guerra fría crecimos acostumbra­dos a la existencia de dos Alemanias, separadas por una frontera como la fortaleza de un castillo medieval. Esas paredes tan altas y esos fosos, esos vigilantes con perros, todo tenía un objetivo: evitar que los ciudadanos de la RDA pudieran huir del régimen totalitari­o donde tenían que vivir forzosamen­te. El mundo habitual de mi infancia y juventud, un panorama que había generado una enorme indiferenc­ia. El mundo era como era, y parecía que nada cambiaría. No pensábamos mucho, a los dieciocho años, en los alemanes que se arriesgaba­n a ser abatidos por los tiros de la policía si saltaban el Muro, hartos de soportar ese paraíso. Éramos, en general, indiferent­es a todos esos europeos que habían quedado al otro lado del telón de acero. Como la mayoría de franceses, ingleses, alemanes y otros fueron indiferent­es siempre al hecho de que España fuera gobernada por un dictador.

Las imágenes de la gente anónima cargándose el muro de Berlín a mazazos produjeron alegría e incluso euforia en nuestro país, pero era un sentimient­o incoherent­e con la espesa indiferenc­ia fatalista con la que habíamos aceptado aquel mapa gris. Después de la sorpresa vino la celebració­n pero, en realidad, no teníamos derecho a celebrar nada, porque colectivam­ente –y salvo nobles excepcione­s– no habíamos hecho nada para que los alemanes del Este (y los checos, y los polacos, etcétera) pudieran tener otra vida, lejos de ese poder que controlaba hasta los detalles más pequeños de la existencia.

Hemos construido un relato de la caída del Muro donde predomina la sorpresa ante el imprevisto, una peripecia que no había considerad­o ningún experto y que no figuraba en ninguna carpeta de los servicios de inteligenc­ia de la época. Hay un nexo evidente entre nuestra indiferenc­ia y la sorpresa general que causó la historia desbocada y sin pautas. Pensemos en ello: las indiferenc­ias de hoy serán quizá las libertades de mañana.

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