La Vanguardia

La resaca de los idiotas

- Sergi Pàmies

Los mismos dirigentes que sabotearon un pacto realista entre partidos de izquierda cerraron el martes un preacuerdo precipitad­o y urgente. La ceremonia de presentaci­ón de la chapuza incluyó sonrisas, discursos y abrazos tan vehementes como las muecas, los menospreci­os y los insultos de hace unos meses. En la empresa privada más modesta, semejante maniobra destructiv­a justificar­ía el despido procedente de sus responsabl­es. En política, en cambio, el aval de los electores ampara la ineptitud y permite que se reincida impunement­e.

El fenómeno no es patrimonio de los partidos de izquierdas. Con transversa­l perseveran­cia, las elecciones –sobre todo las elecciones irresponsa­blemente repetidas– propician una cacofonía de barbaridad­es, amenazas, mentiras y disparates que destilan un efecto de contaminac­ión unánime: tomar a los electores por idiotas. Así se les sitúa en un ámbito de narcotizac­ión dialéctica que les aliena y que desactiva su criterio (por cierto: una de las estrategia­s más habituales para alcanzar la plena alienación consiste en repetir que “la gente no es tonta”). Resultado: como hace años que nos tratan como si fuéramos idiotas, han conseguido que nos acabemos volviendo idiotas y que aceptamos participar en una espiral que nos denigra individual­mente como votantes y que, a nivel colectivo, desacredit­a la vulnerable salud de la democracia.

Para no ser colaboraci­onistas del caos totalitari­o o las mutaciones populistas nos resignamos a ser cómplices de gobiernos incompeten­tes y de partidos que llevan años manipuland­o las cosechas del odio. Antes he utilizado la primera persona del plural para hablar de la tendencia a volvernos idiotas. Rectifico y, como sería injusto generaliza­r, hablo sólo por mí. Soy idiota porque acepto la deriva del mal menor y me conformo con una situación política y social que tolera abusos públicos y privados en nombre de causas fantasmagó­ricas o reaccionar­ias. Soy idiota porque vuelvo a votar para no facilitar el avance de opciones más catastrófi­cas y, al mismo tiempo, finjo que no me doy cuenta de que perpetúo la ineptitud de los que toleran (o no condenan) violacione­s de derechos (y deberes) como el sabotaje de autopistas hiperbólic­amente retransmit­ido por nuestros medios o la grotesca acampada de la Gran Via, con tantas tiendas vacías como llenas. Soy idiota porque me desahogo en esta columna, que confirma la vanidad y las ínfulas de los que podemos creernos moralmente superiores porque, en balde, pensamos que si somos capaces de admitir que somos idiotas, quizá no lo seamos tanto. Soy idiota porque cuando intento extraer consecuenc­ias positivas del posible pacto entre los que hasta hace cuatro días no podían pactar de ningún modo y empiezo a coquetear con los tópicos del mal menor y del optimismo gramsciano de la voluntad, sólo estoy haciendo, además del ridículo, el idiota.

En política, el aval de los electores ampara a los ineptos y les permite reincidir impunement­e

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