La Vanguardia

Cambios estructura­les

- Josep Oliver Alonso

La torrencial lluvia política que nos inunda impide que otros importante­s aspectos de la realidad, en este caso la económica, alcancen la preeminenc­ia que merecen. Es cierto que las cosas del comer apasionan menos que las del puro combate político: como animales sociales, este último nos excita, mientras que la primera nos aburre. Pero, al final, no hay proyecto que resista el fracaso de la economía.

Por ello, apartémono­s de los debates identitari­os y de las filias y fobias que genera el próximo gobierno, y regresemos a algo tan poco estimulant­e como las previsione­s de la Comisión Europea. De la informació­n que se colapsa en su semestral Economic Forecast, publicado hace pocos días, destaca un aspecto que para algunos economista­s constituye un oscuro objeto de deseo: el signo del saldo por cuenta corriente, es decir, el de la diferencia entre lo que cobramos y pagamos al resto del mundo. Si es negativa, refleja que precisamos préstamo exterior para financiar gasto interno; si es positiva, indica que parte de nuestro ahorro se destina al exterior.

Este escondido guarismo es el que nos puso al pie de los caballos en 2008-12: sus valores entre el 2000 y el 2007 fueron tan negativos que encendiero­n todas las alarmas de aquellos que nos prestaban. Y ello porque, mientras esos déficits no cambian de signo, se acumulan en forma de deuda exterior, reflejo de la solvencia del país: si es demasiado elevada, tarde o temprano habrá dificultad­es para pagar. Para que tengan una idea del desajuste que acumulamos entonces: en el 2012, frente al máximo del -35% del

Todo debería girar alrededor de mejorar las condicione­s de vida de la ciudadanía

PIB que exige la Comisión, nuestra deuda neta se situaba en el entorno del 100%. Hoy ha caído a cerca del 75%.

Parte de esta mejora responde al crecimient­o del PIB; pero una parte no menor a la acumulació­n de superávits externos, con los que llevamos ya 7 años y que, en opinión de la Comisión, continuará­n en el 2020 (hasta un 2,5% del PIB) y el 2021 (un 2,6%). Un signo que no es el habitual por estos pagos: desde los años 50, jamás conseguimo­s enlazar más de 3 años de saldos positivos. Además, en el área del euro y entre los grandes países, nuestro superávit se sitúa sólo por detrás de los de Alemania, Italia y Holanda. Para un país acostumbra­do a vivir por encima de sus posibilida­des, y con una todavía elevada deuda con el resto del mundo, son más que buenas noticias. No sólo porque permiten reducir esta última, sino por lo que implican de cambio estructura­l en el funcionami­ento de nuestra economía. Unas transforma­ciones que nos hacen más resistente­s a choques exteriores.

Cuenta corriente, déficits o superávits, deuda externa … expresione­s muy poco sexys en estos días de ardiente debate político. Pero que la pasión no nos ciegue el entendimie­nto: al final todo debería girar alrededor de mejorar las condicione­s de vida de la ciudadanía. Si no sirve a este objetivo, y por más atractiva y seductora que resulte, ¿para qué queremos política?

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