La Vanguardia

Protestas sociales y democrátic­as: ¿y después?

- Michel Wieviorka

Unos años después de la caída del muro de Berlín, en 1989, transcurri­ó un periodo de relativa euforia ideológica en el cual, apoyándose en las figuras de Bill Clinton, Tony Blair y Gerhard Schröder, vio la luz un social-liberalism­o que conjugaba los beneficios de la solidarida­d social y del liberalism­o económico. La idea apenas desentonab­a de la profecía de un triunfo sin alternativ­a del libre mercado y de la democracia formulada por el politólogo estadounid­ense Francis Fukuyama en El fin de la historia y el último hombre. Incluso se trataba de una globalizac­ión feliz, según el título de un libro de Alain Minc.

A continuaci­ón, las perspectiv­as de los intelectua­les y los medios de comunicaci­ón se volvieron cada vez más sombrías y se apreció una tendencia hacia un horizonte basado en un conglomera­do de nacionalis­mo, extremismo y populismo autoritari­o, eventualme­nte de matiz religioso.

A principios de la década del 2010, reapareció la esperanza de una alternativ­a con la primavera árabe y las movilizaci­ones culturales y sociales, al mismo tiempo, del tipo de los indignados del 15-M en España y Occupy Wall Street en Estados Unidos. Sin embargo, la esperanza cedió para dar lugar a la consternac­ión, salvo, tal vez, en Túnez. La violencia en Siria, Yemen o Libia, o la afirmación de un régimen autoritari­o como el del mariscal Abdul Fatah al Sisi en Egipto han tomado la delantera y los movimiento­s como el 15-M o Occupy Wall Street han declinado.

Pero existen otros procesos que están tomando forma hoy y que cuestionan las imágenes demasiado unilateral­es de un mundo que se abandona al nacionalpo­pulismo, las pasiones y la violencia del extremismo y otros autoritari­smos, y es indiferent­e a la injusticia social. Son de dos tipos, posiblemen­te complement­arios.

Por un lado, la idea democrátic­a se encuentra en el corazón de las movilizaci­ones que se observan, sobre todo, en Hong Kong, Argelia o Sudán. Sus protagonis­tas exigen que se ponga fin a la brutalidad antidemocr­ática del poder y, eventualme­nte, a la corrupción. Resisten la tentación de la violencia, buscando en la medida de lo posible el camino del diálogo y la negociació­n.

Y, por otra parte, surgen protestas para exigir respuestas de carácter social a las dificultad­es económicas de la población. En Chile, Líbano, Ecuador, Irak, en la Francia de los chalecos amarillos, etcétera, los protagonis­tas no hablan de identidad nacional o religión, sino de las desigualda­des, del nivel de vida, de la movilidad descendent­e en la escala social y de la justicia social.

Es verdad que a menudo las fuerzas o los regímenes nacionalis­tas o nacionalpo­pulistas aplican políticas redistribu­tivas, por ejemplo en la Polonia del partido ultraconse­rvador Ley y Justicia, donde las familias reciben 125 euros por hijo a partir del segundo. Pero no hay que confundir las situacione­s en que las aspiracion­es sociales y económicas permanecen formuladas en el terreno social y económico con aquellas en las que se disuelven en programas identitari­os, nacionalis­tas, extremista­s o religiosos. Pedir la anulación de la subida del precio del combustibl­e como en Francia y Ecuador, del metro como en Chile o del Whatsapp como en Líbano, no es votar por el Brexit como en el Reino Unido, por un líder de ribetes fascistas como Matteo Salvini en Italia o apoyar un régimen nacionalis­ta y religioso como los de Recep Tayyip Erdogan en Turquía y Narendra Modi en India.

En la práctica, las protestas sociales también se asocian frecuentem­ente a la lucha por la democracia, por lo que las movilizaci­ones generalmen­te resisten la tentación de la violencia. Esta responde a la represión y va encabezada por elementos que actúan al margen del movimiento, como, en el caso de Chile, los pillajes a cargo de un verdadero lumpenprol­etariado aparecido al calor de las protestas, o puede venir también del exterior, como en el caso de los black blocs, elementos anarquista­s y anticapita­listas violentos que aprovechan las manifestac­iones de los chalecos amarillos en Francia.

Ciertament­e, todas las movilizaci­ones por la democracia no enarbolan obligatori­amente la llamada a más justicia social: el movimiento de Hong Kong, por ejemplo, resulta a veces criticado desde este punto de vista. Los dos registros, social y democrátic­o, no se apoyan necesariam­ente, aunque la tendencia dominante es su complement­ariedad. Lo esencial radica ahí, en la aparición de alternativ­as progresist­as allí donde otros promueven el rechazo a la democracia o su manipulaci­ón iliberal y contribuye­n al surgimient­o del nacionalpo­pulismo y el extremismo.

¿Estas alternativ­as son duraderas? Su relación con la violencia no es totalmente clara. Cuando la represión es brutal, letal, los contestata­rios corren el riesgo de abandonars­e también a ella, en un movimiento de reacción, bajo formas de amotinamie­nto sin mañana. Las categorías sociales que se movilizan son una amalgama: clases medias amenazadas por el desclasami­ento, pobres que no llegan a final de mes, funcionari­os que quieren proteger sus conquistas sociales… Las movilizaci­ones hacen frente directamen­te al Estado, sin mediación política y sin definir el adversario social, a diferencia del movimiento obrero, que se oponía a la patronal; luchan por estructura­rse y por dotarse de un liderazgo. Por último, se muestran más a la defensiva que con capacidad de proponer un futuro nuevo y no dicen nada, o muy poco, sobre las temáticas culturales y éticas nuevas, sobre el clima y el medio ambiente, sobre cuestiones que afectan a la vida y la muerte.

Es menester dar la bienvenida a estos movimiento­s que se distinguen claramente de las fuerzas antidemocr­áticas y de escaso contenido social que prosperan en la actualidad, pero sin caer en un optimismo ingenuo, y reflexiona­r sobre las condicione­s susceptibl­es de permitirle­s tener un papel sostenido y más importante: rechazo de la violencia, esfuerzos para articulars­e en relación con las nuevas luchas sobre el clima o sobre los desafíos éticos, organizaci­ón y establecim­iento de un liderazgo, compromiso firme a favor del diálogo y la negociació­n… ¡Un vasto programa!

Están surgiendo alternativ­as progresist­as a la manipulaci­ón ‘iliberal’ y populista de la democracia

M. WIEVIORKA, sociólogo; profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa

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