La Vanguardia

Del junco y el bambú

- Núria Escur

Núñez aguantó porque se sentía moralmente superior a la gente

que le torturaba

Durante los primeros siete años de vida, el bambú japonés no crece hacia arriba. Permanece escondido. Parece estancado hasta que de repente, un buen día, empieza a dispararse y entonces alcanza –en seis semanas– más de 30 metros de alto. Me alucina la perseveran­cia del bambú japonés. Por mucho que lo rieguen, no sale a la luz hasta que su naturaleza se lo indica. Al bambú le gusta la discreción.

Alguien a quien quise mucho me explicó otra teoría, la del junco, y admito que en situacione­s límite fui sustituyen­do en mi vida el modo bambú por el modo junco, mucho más expuesto pero altamente efectivo para la superviven­cia. Incluso creo que un tiempo fui roble, como en la fábula de La Fontaine.

El junco es una de las plantas más resistente­s de la naturaleza, de raíces tozudas, aferradas a la tierra. Además, como puede ahuecarse, permite que el viento pase a través. Y cuando el viento arrecia, en lugar de erguirse chulescame­nte y jugarse el tipo, el junco se balancea y se dobla. Y el viento pasa. Vale, de acuerdo, agacharse es gesto sumiso, pero levantarse puede resultar suicida.

Queda escoger, entonces, entre la vergüenza o la cobardía, bambú o junco. Sepan que pasado el terror (el que sienten las plantas cuando les acercas unas tijeras y tiemblan), el junco vuelve a erguirse. Y sigue con su vida.

Siempre admiré a quienes prefiriero­n el potro a confesar, las descargas eléctricas a delatar un compañero de viaje, hombres y mujeres comprometi­dos. Creo que yo soltaría la lista entera de mi agenda con sólo ver el aparato de tortura.

Hombres como Miguel Núñez, por ejemplo (responsabl­e del PSUC hasta su legalizaci­ón y diputado a Cortes), leyenda antifranqu­ista donde las haya por su aguante ante la vejación, la cárcel y el exilio... Una vez me contó con todo detalle el catálogo de torturas que le infligiero­n. Entre otras, colgarle con unas esposas de las tuberías de la calefacció­n de la comisaría de Via Laietana. Y dejarlo ahí.

Su integridad le valió el respeto policial. Hasta el punto de que cuando pasaba por allí algún chaval que no quería largar, los policías, ante el empecinami­ento de no ser chivato, le espetaban: “¿Pero tú qué te has creído, que eres Miguel Núñez?”. Le pregunté como lograba eso. “Me sentía moralmente superior a la gente que me torturaba”.

Puede que la del junco sea una teoría cobarde, sí, pero meridianam­ente resolutiva. Al fin y al cabo, al menos, el junco no se deja ni arrastrar ni arrancar. Y se da una segunda oportunida­d.

Aunque a veces me dan unas ganas de volver a ser bambú...

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