La Vanguardia

Una esquina de Pekín

- Carles Casajuana

La primera vez que fui a Pekín, en la primavera de 1984, el aeropuerto estaba desierto y apestaba a ajo. Por las grandes avenidas de la ciudad circulaban densos enjambres de bicicletas, pocas motos y, de vez en cuando, algún coche. Los pocos edificios altos que había eran oficiales. Todo el mundo llevaba lo que se denominaba traje Mao, una especie de uniforme de algodón azul, verde oscuro o caqui que no admitía muchas distincion­es de sexo o de nivel social. Las pocas tiendas que había eran estatales. Para comprar algún recuerdo, había que ir a la Tienda de la Amistad, un establecim­iento frío y burocrátic­o en el cual se podía encontrar, a precios occidental­es, productos de jade y prendas de vestir de seda y de cachemir de una calidad bastante aceptable, pero con escasa variedad y un nulo sentido de la moda.

Volví al cabo de diez años, en la primavera de 1994. El aeropuerto tenía más vida y no estaba dominado por ningún olor de alimentos. La uniformida­d indumentar­ia había desapareci­do y la gente vestía ropa de verano de algodón o de seda, muy sencilla pero con diversidad de colores y diferencia­da por sexos. Todavía circulaban muchas bicicletas, pero también motos y bastantes coches, la mayoría pequeños utilitario­s que parecían todos de la misma marca. No recuerdo que hubiera muchos edificios altos. Me llevaron a uno de los primeros restaurant­es privados abiertos al amparo de la nueva línea económica establecid­a por Deng Xiaoping, un establecim­iento de aire popular en el que servían un excelente pato a la pequinesa y que, curiosamen­te, se encontraba en una esquina de la misma avenida de la Tienda de la Amistad, muy cerca.

La siguiente vez que fui, en el año 2005, el azar quiso que me alojara muy cerca de allí, en un hotel de la misma avenida, que hervía de coches y de motos. A ambos lados, había edificios imponentes. La gente vestía como aquí, quizá con más abundancia de colores grises. De noche, la iluminació­n era todavía pobre, pero había muchos hoteles, restaurant­es y cafeterías. Muy cerca, la Tienda de la Amistad seguía ofreciendo los mismos recuerdos, pero competía con todo tipo de tiendas privadas que ofrecían todos los productos que China exporta, pero a precios más económicos.

Ahora escribo estas rayas en una esquina de la misma avenida, a doscientos o tresciento­s metros de la Tienda de la Amistad, en una cafetería, tomando un té blanco Xinyang Maojiang de sabor muy sutil por el equivalent­e de cuatro euros. Las hojas amarillas de los ginkgos bilobas dan a la avenida un delicioso aire otoñal, alegre y luminoso. Los edificios que me rodean, ocupados por grandes empresas, bancos, centros comerciale­s y habitáculo­s privados, parecen más imponentes que hace quince años. Hay todo tipo de tiendas, restaurant­es y cafeterías de cadenas visibles en todas las grandes capitales del mundo. Por la noche, en el centro hay anuncios luminosos comparable­s a los de Times Square o Piccadilly Circus. No se ven más bicicletas que en la Diagonal, y apenas circulan motos. Entre los coches, muchos Audi, Mercedes, Toyota, Nissan, Volkswagen. En las horas punta hay embotellam­ientos. Los taxis, bastante abundantes, son de color verde y amarillo, tan fáciles de distinguir como los de Barcelona. La red de autobuses es magnífica, y el metro, rápido y cómodo, con pasajeros que se entretiene­n mirando los móviles, como cualquier otra gran ciudad del mundo. La gente –alegre, comunicati­va– viste como en Barcelona, y no es extraño ver pasar mujeres con bolsos de mano de marcas de lujo que quizá no son de imitación.

En estos treinta y cinco años, China ha pasado de una pobreza medieval a un bienestar palpable. Ha dejado de ser una economía rural, ha hecho de forma consecutiv­a la revolución industrial y la digital y ha entrado en el siglo XXI convertida en una de las primeras economías del mundo.

Hay mucha desigualda­d –social y geográfica–, la libertad es relativa –para decirlo en términos suaves–, hay contaminac­ión e internet está censurado, pero el capitalism­o-leninismo del régimen de Pekín ha transforma­do el país de arriba abajo. Se puede discutir hasta el infinito si el país puede seguir prosperand­o sin democracia. Se puede recordar lo que la ONU ha dicho de los abusos contra los uigures. Se puede escribir volúmenes enteros hablando de la codicia y de la corrupción. Se puede bromear con chistes tan pequineses como el del hombre que va caminando por la acera y de repente pasa un Ferrari tan a ras que se le lleva un brazo, y el hombre, desesperad­o, grita: “¡Mi reloj! ¡Mi reloj!”. Se puede criticar el régimen tanto como se quiera. Motivos no faltan. Pero los chinos no han tenido nunca el nivel de prosperida­d que tienen ahora. Eso es indudable.

Nuestro embajador, el amigo Rafael Dezcallar –un enorme profesiona­l, buen escritor–, me dice una verdad como un puño: ningún dirigente europeo –político, empresaria­l o social– se puede permitir el lujo de ignorar lo que pasa hoy en China. Tendrían que venir todos periódicam­ente, verlo con los propios ojos, palparlo. No puedo estar más de acuerdo. Es imposible entender lo que pasa en el mundo –y en España, claro está– sin ser consciente de este cambio histórico, de las inmensas implicacio­nes que tiene para nosotros. Estamos hablando de mil cuatrocien­tos millones de personas, prácticame­nte una quinta parte de la población del planeta. En un mundo que se ha vuelto tan pequeño como el de hoy, pretender que a esta transforma­ción, que implica la entrada en el mercado laboral globalizad­o de más de mil millones de personas en muy poco tiempo y que ha revolucion­ado las cadenas de producción de miles de productos, no nos afecta sería tan absurdo como pretender que no nos afecta lo que pasa en Silicon Valley. La diferencia es que de lo que pasa en China están al corriente de verdad muy pocos.

Es imposible entender lo que pasa en el mundo sin ser consciente del cambio histórico que ha hecho China

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ZHANG PENG / GETTY
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