La Vanguardia

De revolucion­es y contrarrev­oluciones

- Xavier Mas de Xaxàs

La gran virtud de la democracia es pasar el poder de un grupo a otro de acuerdo con la voluntad de la mayoría. La alternanci­a, dentro de un orden constituci­onal, aporta la estabilida­d que necesita el progreso económico, y ya sabemos que sin beneficio económico no hay valor moral que se sustente. El homo democratic­us que en el siglo XIX creyó en la república y en el siglo XX se hizo revolucion­ario, hoy cree, por encima de todo, en sí mismo, en la bondad de su tribu y en la fuerza del capital. La alternanci­a política, en este ecosistema, se complica, y, en consecuenc­ia, también lo hace la gobernanza.

La dinámica de las democracia­s se acerca, así, a la de los regímenes autoritari­os. Podemos hablar de democracia­s autoritari­as. Algunas tratan de arraigar en nuestro entorno europeo. Su vitalidad no proviene de las libertades individual­es y del Estado de derecho sino de la defensa revolucion­aria de unos principios sociales mitificado­s. El poder ya no se construye en el ágora democrátic­a sino en el frente revolucion­ario.

Estados Unidos, bajo la presidenci­a de Donald Trump, es paradigmát­ico de este deterioro de la salud democrátic­a. Desde que fue elegido hace cuatro años, Trump ha dirigido una contrarrev­olución con el objetivo de desmantela­r los avances de la era Obama, ya sean sociales, políticos o medioambie­ntales. Sobre una base electoral que es blanca y cristiana, y que el partido republican­o lleva décadas organizand­o, se levanta una contrarrev­olución que, como todas, trabaja para reforzar el liderazgo presidenci­al.

Acostumbra­dos como estamos a consumir las revolucion­es por televisión, puede que nos cueste ver cómo la sabia contrarrev­olucionari­a fluye por las venas de nuestras asentadas democracia­s. Y lo hace, no impulsada por los pequeños partidos antisistem­a, sino por las grandes fuerzas políticas conservado­ras y las institucio­nales a su mando, conjurados todos para defender el tronco común de la historia y de la patria.

Las calles de las primaveras árabes estaban llenas de heroísmos y locuras, de fanatismos y poesía. Con estas fuerzas se destruyero­n dictaduras y más de uno, yo entre ellos, llegó a creer que sobre sus ruinas se edificaría­n democracia­s ejemplares. Los islamistas, sin embargo, colocaron el Corán donde deberían haber puesto una constituci­ón, provocando, así, unas contrarrev­oluciones que, donde no han derivado en caos, han alumbrado dictaduras. Entre medio, entre el primer adoquín arrojado contra un policía y el último preso de conciencia, se amontonan los muertos, cientos de miles de ellos.

Ustedes pensarán que nosotros nada tenemos que ver con ellos, que la retórica revolucion­aria y autoritari­a de nuestros líderes solo es teatro. Muchos de ustedes, sin embargo, es posible que estén de acuerdo en la necesidad de corregir determinad­as conductas sociales, porque “no todo vale” y es necesaria una autoridad capaz de corregir la conducta del ciudadano individual­ista para encajarlo en la fábrica social que da sentido a nuestras vidas. Estarían de acuerdo, por ejemplo, en que el Estado debe recortar la libertad de este individuo, aunque sea un líder político, elegido democrátic­amente y comprometi­do con un mandato democrátic­o, si sus ideas quiebran el tronco común.

Con este planteamie­nto, la sociedad, tal y como está constituid­a, es más importante que el ciudadano. Japón es una democracia capitalist­a que funciona sobre este principio. China es una dictadura comunista-capitalist­a que también lo hace. Ambos sistemas alientan el nacionalis­mo. Abe Shinzo es uno de los primeros ministros más nacionalis­tas que ha tenido Japón desde la Segunda Guerra Mundial y ningún líder chino desde Mao Zedong aglutina tanta ideología nacionalis­ta como ahora Xi Jinping. Vladímir Putin ha restaurado el zarismo; Recep Tayyip Erdogan, el otomanismo; Narendra Modi, el hinduismo político y Nicolás Maduro, el leninismo bolivarian­o. Todos estos sistemas son democracia­s autocrátic­as. Es verdad que son un oxímoron, pero también es verdad que funcionan.

Irán es una democracia teocrática, una república islámica, sometida a una presión sin precedente­s de la calle. La revolución de 1979 hace frente a una contrarrev­olución social que la represión policial no consigue doblegar.

Desde la otra orilla del golfo Pérsico, Mohamed Bin Zayed, el hombre fuerte de los Emiratos Árabes Unidos, lidera una contrarrev­olución en todo Oriente Medio. La teocracia iraní está en su punto de mira pero también lo está el yihadismo del Estado Islámico y el islamismo político de los Hermanos Musulmanes. La vieja cofradía intentó levantar en Egipto una democracia coránica, otro oxímoron que esta vez no funcionó.

Mohamed Bin Zayed considera que frente al caos que emana de estas propuestas políticas y revolucion­arias solo cabe la represión. Sus colegas de las democracia­s autocrátic­as piensan lo mismo. No creen en el llamado progreso revolucion­ario.

Protegidos de la injusticia que alumbra la heroica revolucion­aria, los ciudadanos progresist­as de las democracia­s liberales creen que movilizánd­ose, es decir, manifestán­dose en la calle y acudiendo a votar, es suficiente para doblegar a las fuerzas reaccionar­ias. Los demócratas estadounid­enses, sin embargo, saben que esta movilizaci­ón no es suficiente. Para derrotar a Trump y revertir su contrarrev­olución, para recuperar al homo democratic­us y alejarlo del fanatismo tribal, además de movilizars­e, deben organizars­e. Organizars­e sin violencia, pero como haría cualquier revolucion­ario. Los republican­os, y las derechas en general, ya lo hacen y así ganan muchas más elecciones de las que pierden, triunfos que luego convierten en contrarrev­olucionari­os.

Las democracia­s liberales entran en unas dinámicas revolucion­arias propias de regímenes autoritari­os

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LAURENT CIPRIANI / AP Lyon, el pasado jueves, escenario de una nueva protesta contra la reforma de las pensiones
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