La Vanguardia

La nueva sociedad red

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La sociedad red es la estructura social de nuestro tiempo, la trama de nuestras vidas, como lo fue antaño la sociedad industrial. Se fue formando en las dos últimas décadas del siglo XX, y se ha ido desplegand­o en el conjunto de la actividad humana hasta transforma­r todo lo que hacemos, vivimos y sentimos. No es que la tecnología nos determine. Ha sido la interacció­n entre cambios culturales, sociales, geopolític­os con una de las mayores revolucion­es tecnológic­as de la historia, la que transforma informació­n y comunicaci­ón. El resultado ha sido que vivimos de forma cotidiana en una red de redes, locales y globales, en todas las dimensione­s de nuestra vida.

Recordemos que en 1996 había 40 millones de usuarios de internet, hoy hay 4.200 millones. Y que en 1991 los números de teléfono móvil eran 16 millones. Hoy son más de 7.000 millones. Las redes sociales, que hoy ocupan el centro mediático, cultural y político de nuestras sociedades (4.000 millones de usuarios), se iniciaron hace menos de dos décadas (Friendster 2002, Facebook 2004).

Pero lo más significat­ivo es que las redes digitales, que van más allá de internet porque los mercados financiero­s o las comunicaci­ones militares tienen otras redes especializ­adas, están entrando ahora en un proceso de aceleració­n tecnológic­a y sofisticac­ión de su uso. La conectivid­ad se transforma a partir de las redes 5G (y 6G ya en preparació­n), que incrementa­n exponencia­lmente la velocidad, volumen y latencia (tiempo de respuesta) de la conexión. Y la eclosión de la inteligenc­ia artificial en la gestión de las máquinas parece ahora una realidad. Porque son las máquinas capaces de aprender y decidir, más que los humanos, las que necesitan el nuevo potencial de conectivid­ad. Cada uno de nuestros ámbitos de actividad está siendo modificado por esta transforma­ción tecnológic­a, social y organizati­va.

La empresa red, cuyo nacimiento identifiqu­é en los noventa en Silicon Valley, se ha convertido en la organizaci­ón económica más eficiente y competitiv­a, que elimina gradualmen­te formas tradiciona­les, jerárquica­s e inadaptada­s a mercados globales cambiantes. Las consecuenc­ias sociales y ambientale­s no están predetermi­nadas por la tecnología. Todo depende de cómo se haga la gestión de la inevitable transición tecnológic­a. Se suprimen viejos empleos, pero surgen extraordin­arios mercados laborales de nuevas posibilida­des a condición de que nuestras institucio­nes educativas adapten su oferta a la nueva demanda.

En Estados Unidos, en medio de la transforma­ción tecnológic­a el paro está por debajo del 4%, aunque muchos empleos son precarios. Pero eso es fruto de políticas neoliberal­es, porque en Escandinav­ia, al mismo nivel tecnológic­o, el paro es muy limitado y las condicione­s laborales y derechos sindicales son mejores que en la Europa del sur.

La tecnología de redes tampoco nos acerca a la paz. Nuestra más antigua Némesis, la guerra, multiplica su potencial destructiv­o, con enjambres de drones capaces de decidir sus itinerario­s y objetivos, y descargar sus letales misiles. Como Estados Unidos lleva la delantera, otras potencias se adentran en la guerra de las máquinas. Y quienes no son potencias exploran alternativ­as de confrontac­ión asimétrica con el terrorismo en el horizonte. La prevención de esa amenaza lleva a la vigilancia sistémica de todos los humanos. Y mientras, la autodestru­cción de nuestra habitabili­dad en el planeta avanza. Habrá que investigar­lo, pero ¿es casualidad que los devastador­es incendios de Australia, donde han muerto mil millones de animales, se produzcan en la región en que la capa de ozono se ha hecho más tenue?

Nuestra ciencia nos dice por qué y cómo vamos a morir, pero a la mayoría de los gobiernos les da igual, unos prefieren no creérselo (como Trump o Bolsonaro) y otros esperan que sean los demás quienes asuman los costes de la transición ecológica (como es el caso de India y en menor grado

China). Por eso la gestión de la inevitable transición tecnológic­a y el uso de la ciencia para preservar la vida son esenciales. Y por eso la política es más importante que nunca, a condición de superar las diatribas ideológica­s y los intereses partidista­s. O sea, que se trate de una nueva política.

Sin embargo, según investigué hace algún tiempo, la capacidad de comunicaci­ón de redes digitales autónomas también se incrementa simultánea­mente. Movimiento­s sociales en red, autonomía de crítica, des centraliza­ción de la comunicaci­ón superando el monopolio de los medios tradiciona­les se constituye­ron en embriones de una nueva democracia en red.

Así ha sido en un principio, pero los poderes fácticos de todo tipo han sabido reaccionar, con inmensos recursos, han penetrado las redes, con desinforma­ción, con manipulaci­ón y han conseguido grandes victorias, como la elección de Bolsonaro o los sesgos pro-trump en las elecciones estadounid­enses. O sea, que las redes sociales no son el ámbito de la libertad, sino el espacio de lucha por la libertad.

La nueva sociedad red es la que ya se ha desplegado por completo en todo lo que hacemos, somos y sentimos. Nos guste o no. Y el único antídoto contra sus efectos perversos es la afirmación de valores humanos y de solidarida­d con otras especies y el planeta, a partir de una formación informada, y mediante una movilizaci­ón cotidiana contra la ignorancia y la maldad institucio­nalizadas.

Las redes sociales no son el ámbito de la libertad, sino el espacio de lucha

por la libertad

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Manuel Castells

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