La Vanguardia

Ni con unos ni con otros

- Juan-josé López Burniol

La mañana del 4 de enero de 1920, hace ahora un siglo, murió en Madrid Benito Pérez Galdós, según Clarín el más grande novelista de su tiempo y el mejor después de Cervantes. Lo que no le reconocier­on en su día los del 98 –Valle-inclán lo tildó de “garbancero”– ni, más tarde, Juan Benet, entre otros. Nacido en Canarias y madrileño de adopción, era tranquilo y silencioso. Progresist­a de ideario, fue diputado republican­o durante el Parlamento largo, amistando allí con el conservado­r Antonio Maura, que fue luego su abogado en un famoso pleito ganado contra el editor que le explotaba gracias a un contrato leonino.

Galdós veía a España dividida en dos mitades: la conservado­ra, dominada por la tradición y los prejuicios, y la progresist­a, defensora de la razón, la seculariza­ción y la ciencia. Lo que no le impidió –era posible en aquel tiempo– sostener una profunda y larga amistad con dos conservado­res conspicuos como Marcelino Menéndez Pelayo (que contestó su discurso de ingreso en la Real Academia) y José María de Pereda. Entre su obra figura la larga serie de los Episodios nacionales, que desde Trafalgar hasta Cánovas son una visión novelada de la historia nacional de España.

Es en la última página de Cánovas –y por tanto de los Episodios– donde Galdós efectúa este duro presagio de la Restauraci­ón canovista: “Los políticos se constituir­án en casta, dividiéndo­se, hipócritas, en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particular­es en el telar burocrátic­o. No harán nada fecundo; no crearán una nación”. ¿Por qué tomo esta cita? Porque es oportuna en un momento como el actual, que podría definirse con las mismas palabras que Galdós empleaba un siglo atrás, ya que se trata de dos situacione­s no iguales pero sí parejas.

En efecto, el desvarío político, la miseria moral, la radicaliza­ción impostada, la descortesí­a acerba y la insignific­ancia intelectua­l invaden nuestra escena pública, la convirtien en un erial y neutraliza­n a quienes con buena intención y recursos sobrados –que los hay– se han integrado en ella con ilusión. Pero no extraigo de esta semejanza una conclusión negativa, sino, al contrario, una reflexión positiva. La de que, pese a dificultad­es graves, convulsion­es atroces, errores descomunal­es, incapacida­des palmarias, egoísmos manifiesto­s y toda la roña carpetovet­ónica que se quiera, es decir, pese al vaticinio de Galdós, España ha subsistido incólume como realidad histórica y entidad política. Ha subsistido y subsistirá también ahora. No es tan fácil destruir lo que la historia ha conformado a lo largo de los siglos, impulsada por la fuerza normativa –por la tozudez– de los hechos. La inercia de la historia es un factor que nunca se puede desconocer ni minusvalor­ar. Pero también es cierto que no basta. Hay que remar en el mismo sentido con una acción política racional, modernizad­ora y con vocación de justicia. Es decir, con un proyecto político moderado que se aleje de los extremos.

España no está sometida a un hado inexorable que ensombrece su destino. España es hoy un buen país. Con graves problemas, pero también –según baremos solventes– una de las democracia­s mejores y más garantista­s del mundo, con una economía que crece, unas exportacio­nes que funcionan, unos indicadore­s de calidad de vida excelentes y con un área cultural –definida por la lengua castellana– que constituye una enorme oportunida­d de futuro. Es decir, todo parecería augurar un horizonte de progreso y paz, pero no se percibe así. ¿Dónde está la causa? ¿En el reaccionar­ismo, inmovilism­o e instrument­alización de las institucio­nes del Estado en beneficio propio por parte de unos? ¿En el reaccionar­ismo, supremacis­mo, insolidari­dad y egoísmo de otros?¿en el talante garbancero –ese sí que lo es– de tantos de nuestros políticos, que hoy nos abruman a babor y a estribor, en el centro y en la periferia? Seguro que es así. Por tanto, no hay que seguir a ninguno de estos extremista­s. Ni con los unos ni con los otros. Es la hora de los políticos moderados, de uno u otro signo, que sepan que no se puede partir de cero, que hay que construir sobre la realidad, que la evolución llega tan lejos como la revolución pero sin sus costes, y que todo constructi­vismo social –progresist­a, involutivo o identitari­o– termina siempre enfrentánd­ose a los derechos y libertades individual­es. Es, por tanto –hay que decirlo una vez más–, la hora de los moderados. Una hora menos agónica de lo que a primera vista parece si se afronta con tanta firmeza como contención.

No hay que seguir a ninguno de los extremista­s; es la hora de los políticos moderados,

de uno u otro signo

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