La Vanguardia

La embriaguez de la ley

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Noé ebrio de vino y desnudo es una imagen que forma parte de la historia de la pintura. El patriarca constructo­r del arca plantó y cultivó una viña tras el diluvio universal y descubrió el vino y el sueño de los borrachos. La escena, narrada en el Génesis, forma parte, por ejemplo, de la Capilla Sixtina, con un Noé que recuerda la composició­n de la creación de Adán en la misma bóveda.

Cada vez hay más evidencias de que el vino es una bebida de la antigüedad remota, junto con la cerveza, el cereal fermentado. Así que, sin entrar en distingos ni competenci­as, habrá que convenir que el alcohol, del vino de arroz al pulque, es casi tan antiguo como cualquier asentamien­to humano estable. La civilizaci­ón empezó bebiendo, si me permiten decirlo. Y las levaduras y fermentos están claramente vinculados a nuestros ritos tribales y sociales. Tal vez por eso, ahora que se conmemora un siglo de la promulgaci­ón efectiva de la llamada ley seca en los Estados Unidos de América, este sea un buen momento para reflexiona­r sobre el alcance de las leyes, la efectivida­d de las prohibicio­nes y las consecuenc­ias indeseadas de las que pueden ser las mejores intencione­s.

La ley seca, o ley Volstead –por Andrew J. Volstead, no demasiado brillante pero sí muy bigotudo congresist­a republican­o por Minnesota–, acabó prohibiend­o la fabricació­n, transporte, importació­n o exportació­n y venta de cualquier bebida alcohólica en todo el territorio de Estados Unidos. Fue nada menos que la decimoctav­a enmienda a la Constituci­ón, que se aprobó en 1920, el mismo año en el que también se aprueba la decimonove­na, que es la que garantiza el sufragio femenino en toda la Unión. Ambas enmiendas estaban mucho más relacionad­as de lo que, desde la perspectiv­a de hoy, podríamos suponer.

Las sufragista­s americanas eran, en su mayoría, mujeres protestant­es. Muchas eran evangélica­s y, por tanto, puritanas. Y junto al derecho al voto para las mujeres defendían la necesaria liberación de los hombres del influjo de las tabernas, que hacían que los trabajador­es no llevasen sus salarios al hogar. Por supuesto, estoy simplifica­ndo, pero también hay supremacis­mo y, si no odio, al menos desprecio racial en todo esto. Los inmigrante­s alemanes, irlandeses, italianos, polacos y los judíos en general eran hijos de la cultura alcohólica y esclavos de la bebida. Y se reproducía­n de forma alarmante. Proletario viene de prole, que es lo que aquellos trabajador­es también generaban en cantidades que espantaban a la élite protestant­e que se quería descendien­te de los pioneros del Mayflower, los padres peregrinos. Es un ejemplo más, porque hay muchos en la historia, de cómo las causas más reaccionar­ias y las supuestame­nte progresist­as pueden entretejer­se de forma extravagan­te. No sé si recordarle­s la especie que quiere a Hitler vegano, ecologista y amante de los animales...

En cualquier caso, la prohibició­n del alcohol era un intento de redimir a buena parte de la población, especialme­nte los nuevos trabajador­es llegados con la emigración, de la esclavitud de la taberna. El enemigo principal era la cerveza, que se había expandido por el país en un sistema de digamos franquicia­s, con saloons patrocinad­os por cervezas que a menudo proporcion­aban no sólo la bebida, sino también el mobiliario y la decoración. En el saloon, además, podía haber reuniones políticas o sindicales y, desde luego, y según acusaban los puritanos, se fomentaba la prostituci­ón.

La Anti-saloon League of America, como la Women’s Christian Temperance Union u otras organizaci­ones entre religiosas y civiles, llevaban ya un tiempo yendo a predicar la abstinenci­a como forma de vida y exigiendo la intervenci­ón de las autoridade­s contra el diablo en la botella. No es un fenómeno exclusivam­ente norteameri­cano, como podríamos pensar, pues leyes contra el alcohol y prohibicio­nes más o menos duras se dieron también en los países nórdicos por la misma época más o menos: Suecia, Noruega, Finlandia, parte de Dinamarca... Y en Islandia, lo que nosotros entendemos por cerveza no se legalizó hasta 1989, en parte por prejuicio antidanés. El rigorismo islámico lo vamos a dejar aparte.

La maestra y periodista Frances Willard, sufragista y reformista notable, defendía a fines del XIX con pasión pareja tanto el voto femenino como la jornada laboral de ocho horas y la templanza por decreto. Y Carrie Nation, o Carrie Amelia Nation, como quieran, popularizó el uso de una pequeña hacha rompetonel­es junto con el lazo blanco al cuello como símbolo de la lucha activa a favor de la virtud y contra el alcohol. El hacha en una mano y la Biblia en la otra se convirtier­on en las armas oficiosas de un movimiento que crecía en apoyos e influencia política. El presidente Benjamin Harrison y su mujer eran prácticame­nte abstemios y entre 1889 y 1892, durante su presidenci­a, intentaron desterrar el alcohol de la Casa Blanca. En ese clima y ambiente, la Lever Act de 1917, una ley al amparo de la emergencia bélica, empezó a impedir el destilado de cereales para favorecer las reservas destinadas a alimentaci­ón. Y el ambiente antialemán que surgió con la Primera Guerra Mundial ayudó a hacer el resto. Las cerveceras eran alemanas o extranjera­s o dominadas por judíos, así que la agenda de la prohibició­n comenzó a escalar posiciones en la Cámara de Representa­ntes hasta que se convirtió en una realidad.

Las consecuenc­ias de la ley seca las sabemos. Nunca un país tuvo tanta sed. Nueva York más que dobló el número de locales donde conseguir alcohol, aunque ahora fueran speakeasie­s (de hablar en susurros) y no bares autorizado­s. En el Sur destilaban moonshine, licor ilegal que podía, literalmen­te, dejarte ciego. Y los gángsters apareciero­n y se hicieron con el negocio con la ayuda de policías, fiscales y jueces. La corrupción llegó a casi cualquier funcionari­o público posible y Chicago, tan cercana a la frontera canadiense, se convirtió en la capital mundial del crimen organizado. Roosevelt acabó con el delirante experiment­o iniciado el 16 de enero de 1920 en dos tiempos. Primero permitió destilar cerveza con un 3,2% máximo de alcohol (sí, eso influyó en que muchas cervezas norteameri­canas sean tan flojitas para nuestro paladar) y finalmente se aprobó, en diciembre de 1933, la enmienda vigésima primera a la Constituci­ón, que derogaba la decimoctav­a.

Les dejo las reflexione­s pertinente­s, a modo de resaca, a su libre albedrío. Incluyendo juzgar si no fue mucho peor el remedio que la enfermedad. Y en qué y cómo se aplican las lecciones de esta historia a nuestro presente. ¡Salud!

A veces las causas más reaccionar­ias se alían con las progresist­as de forma extravagan­te

La ley seca hizo que en Nueva York se doblara

el número de locales donde conseguir alcohol

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PERICO PASTOR
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IBÉRICO
Daniel Fernández EL RUEDO IBÉRICO

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