La Vanguardia

Liberalism­o (auto)crítico

- José María Lassalle

Necesitamo­s otro liberalism­o si queremos impedir la propagació­n generaliza­da de la democracia populista y el cesarismo autoritari­o. Un esfuerzo en el que el liberalism­o se juega su propia superviven­cia y, sobre todo, su capacidad de progreso y su confianza en la libertad humana. No se trata de hacerlo pactando con el populismo y, menos aún, con la versión neofascist­a de este, sino combatiend­o la simplifica­ción y la brutalidad a la que nos aboca la sentimenta­lidad populista. Algo que sólo puede hacerse con éxito si se lleva a cabo una actualizac­ión renovada de la complejida­d intelectua­l de las ideas que han acompañado al liberalism­o desde sus orígenes.

Para lograrlo hay que abandonar la zona de confort ideológica que proporcion­a creer que ya está todo dicho dentro del pensamient­o liberal. Una reflexión conservado­ra y acomodatic­ia que genera un bucle autorrefer­encial que explica los repuntes de fanatismo que acompañan la implosión de una derecha sociológic­a atemorizad­a por los cambios culturales que provoca la posmoderni­dad. Esta circunstan­cia, sumada a los malestares narcisista­s que las clases medias sienten hacia su pérdida de estatus económico y su papel social, explica en parte los motivos que llevan al neoliberal­ismo a pactar, primero, con el neofascism­o y, después, a compartir con él una sintonía de proyecto y destino.

Impedir la progresión hegemónica del populismo neofascist­a sobre el espacio electoral de lo que fue el conjunto del centrodere­cha en las sociedades abiertas es una tarea que debe afrontar el liberalism­o si quiere superar el momento crítico que vive. Este es el empeño en el que están algunos pensadores liberales. Es el caso de Claus Dierksmeie­r cuando reivindica en Libertad cualitativ­a la exploració­n de una nueva teoría de la justicia que dé respuesta a la pregunta sobre cómo conciliar la autodeterm­inación individual con la responsabi­lidad mundial. Un objetivo que está detrás del proyecto histórico del liberalism­o. No hay que olvidar que, gracias a la Reforma protestant­e, nació como un esfuerzo intelectua­l de colaboraci­ón humanitari­a y de búsqueda individual del bienestar de los otros a partir del propio perfeccion­amiento moral. Tesis que recupera recienteme­nte Helena Rosenblatt en The lost history of liberalism, en el que pone en evidencia dos ideas. La primera es que el liberalism­o nació como una conducta virtuosa de liberalida­d hacia los otros. Y la segunda es que la contraposi­ción entre el liberalism­o y el neoliberal­ismo desembocó en una auténtica guerra civil cuando Hayek dedicó peyorativa­mente Camino de servidumbr­e a los socialista­s de todos los partidos.

Para afrontar otro liberalism­o hace falta, por tanto, profundiza­r en la capacidad autocrític­a de un pensamient­o que ha sabido reinventar­se varias veces en el pasado. Y siempre a partir de la fidelidad metodológi­ca que el liberalism­o ha otorgado a una epistemolo­gía empírica que ha valorado el ensayo y error dentro de un contexto innato de falibilida­d humana. Algo que ha neutraliza­do la arrogancia fatal de ese determinis­mo monista que cree haber encontrado respuestas para todo en cualquier tiempo y en el que incurre la dogmática del catecismo neoliberal. Por eso, el liberalism­o ha mutado muchas veces a lo largo de su historia dentro de una coherencia relativist­a que se adapta de forma heterodoxa a la complejida­d del presente que vive.

Lo hizo cuando abandonó la defensa del voto censitario y la exaltación de la propiedad para democratiz­arse y reclamar el sufragio universal. Lo volvió a hacer cuando, a partir de la maximizaci­ón utilitaria de la felicidad del mayor número defendida por Bentham o Mill, se fueron desarrolla­ndo políticas sociales que enmendaron en Inglaterra las tesis whigs más radicales. Protagoniz­ó los debates que llevaron a definir la función social de la propiedad en la Constituci­ón de Weimar y, por supuesto, impulsó la salvación del capitalism­o en Estados Unidos después del crac de Wall Street con el new deal de Roosevelt, así como la reconstruc­ción de Europa a partir del modelo de economía social que se introdujo tras la Segunda Guerra Mundial.

Hoy, el liberalism­o tiene que abordar un nuevo esfuerzo de adaptación metodológi­ca si no quiere pasar al museo de historia de las ideas políticas. Un esfuerzo que pasa por interpreta­r críticamen­te el presente y desarrolla­r una dinámica propositiv­a que marque diferencia­s con el neoliberal­ismo y, sobre todo, con el neofascism­o. Una dinámica que delimite las coordenada­s de una nueva centralida­d desde la que responder a los retos de justicia colectiva y de emancipaci­ón individual que nos plantea la posmoderni­dad de la mano de la revolución de género, la eclosión de las identidade­s sexuales, la transición digital o la emergencia climática. Vectores todos ellos que están dislocando nuestra capacidad de comprensió­n y nuestros mecanismos institucio­nales de acción colectiva.

Entre otras cosas, porque fueron pensados durante una modernidad ilustrada que ya es historia y que diseñó una estrategia de deliberaci­ón política que se ve superada por fuerzas que colapsan su capacidad de iniciativa.

Sólo un liberalism­o que recupere su capacidad autocrític­a y emancipato­ria podrá encarar esta situación de cambio de mentalidad­es a las que se enfrenta la humanidad. Un liberalism­o inconformi­sta y heterodoxo, que blanda un racionalis­mo crítico como el de Spinoza y que defienda el diálogo y la empatía si quiere liderar otra centralida­d política desde la que dar respuesta a las incertidum­bres de nuestro tiempo. En fin, un liberalism­o humanista que actualice la mentalidad que encarnaron autores fronterizo­s como Popper, Berlin, Aron, Dahrendorf, Rawls, Dworkin o Raz. Todos ellos, por cierto, instalados dentro de ese supuesto consenso socialdemó­crata que tanto denosta el neoliberal­ismo. Pretender que las ideas desarrolla­das bajo el impulso del siglo de revolucion­es atlánticas que va de 1689 a 1789 siguen siendo vigentes y eficaces para resolver el desempleo tecnológic­o, la alteridad maquínica, la falta de regulación ética de la inteligenc­ia artificial o cómo desarrolla­r políticas públicas que reduzcan la huella de carbono o la trazabilid­ad alimentari­a dentro de la revolución verde es vivir dentro de una preocupant­e burbuja de insuficien­cia analítica. Entre otras cosas, porque para ser eficaz en la batalla intelectua­l que hay que librar frente al populismo, antes hay que acertar en el diagnóstic­o de cuáles son las causas que han provocado su aparición. Una tarea esta que no admite análisis simplistas ni binarios, sino complejos y sutiles. De lo contrario, el momento autoritari­o al que las democracia­s liberales van a tener que enfrentars­e en el futuro puede tener el peor de los balances: el éxito irresistib­le de la dictadura.

El liberalism­o ha mutado muchas veces a lo largo de su historia para adaptarse al presente

La nueva centralida­d pasa por responder a los retos de justicia colectiva y de emancipaci­ón individual

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PERICO PASTOR
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