La Vanguardia

Toda el agua sucia

- Ramon Aymerich

Los que estudian la conducta de los animales conocen bien al austriaco Konrad Lorenz, un hombre que aparece en las fotografía­s con cara afable, barba y cabello canos y casi siempre rodeado de gansos. Lorenz obtuvo el Nobel de Medicina en 1973 por sus trabajos en etología, fue profesor de Psicología en Königsberg y en la década de los cincuenta dirigió el instituto que llevaba su nombre en la Sociedad Max Planck. La parte incómoda de su vida discurre entre 1938, año en que se afilió al Partido Nazi, y 1944, cuando fue detenido por los soviéticos después de la caída del frente del Este.

Lorenz explica que cuando cayó en manos de los rusos era ya un desencanta­do del nazismo y acababa de descubrir, con horror, los campos de exterminio. Purgó los pecados con cuatro años de reclusión en la Unión Soviética, se reincorpor­ó a la vida académica y volvió con los gansos (la observació­n de estas aves fue clave para sus trabajos).

Así contado, el único error en la vida de Lorenz fue el extremo idealismo de la juventud y el cultivo de amistades peligrosas para garantizar­se buenos padrinos en la carrera académica. Pero si se escarba en torno al personaje, como ha hecho el escritor Martí Domínguez en su extraordin­aria novela El espíritu del tiempo [donde recrea unas supuestas memorias de alguien muy parecido al científico], la realidad es bastante más obscena. Lorenz contribuyó a la política racial del nazismo. La élite del III Reich celebró sus ideas sobre “la degeneraci­ón” que conlleva la hibridació­n de especies y su aportación al futuro de “la raza aria”. Enviado a Polonia, trabajó para las SS en Poznan, donde entrevistó a centenares de adolescent­es polacos para determinar su pureza racial. Si creía que podían ser “germanizad­os”, eran adoptados por familias alemanas. Si los rechazaba, eran enviados a la muerte. Lorenz tardó en arrepentir­se y siempre fue consciente de la monstruosi­dad de sus actividade­s.

Lo más sorprenden­te fue lo bien que le fue la vida a Lorenz. Su regreso a la actividad académica fue plácido. Fue mundialmen­te reconocido, recibió el Nobel, vendió millones de libros y se reinventó como defensor de la naturaleza. Tuvo también mucha suerte: ninguno de los periodista­s que le entrevista­ron en los años sesenta y setenta le preguntó por su pasado nazi.

Para titular su novela, Martí Domínguez recurre a un término de la filosofía germana del siglo XVIII, el espíritu del tiempo ,el Zeitgeist, una suerte de fuerza invisible que impregna toda una época. “Lo que hicimos estaba en el espíritu del tiempo”, dijo más tarde el escritor Ernst Jünger. Y ese razonamien­to tan simple sirvió de justificac­ión para una generación de alemanes. La locura nazi habría sido, pues, algo inevitable en una atmósfera moral de la que no pudieron escapar miles de académicos que justificar­on teorías infames o no dudaron en denunciar a compañeros de claustro aun sabiendo que podían acabar en la cámara de gas; empresario­s que utilizaron mano de obra esclavizad­a; altos funcionari­os que se aprovechar­on para uso propio de bienes incautados a familias judías...

Vencido el III Reich, Alemania y Austria trazaron una línea roja entre el pasado condenable y el futuro. Pero también fueron realistas. Había mucha gente implicada en ese pasado. Cuando a Konrad Adenauer, primer canciller de la República Federal, le preguntaro­n por la presencia de antiguos nazis en la nueva administra­ción, respondió: “No se puede tirar toda el agua sucia si no se tiene a mano agua limpia”.

En los años que siguieron a la derrota hubo que adaptar muchos currículum­s. Por vergüenza o por oportunism­o. El austriaco Kurt Waldheim fue secretario general de la ONU después de esconder que había sido oficial nazi implicado en la represión. Karl Blessing fue presidente del

Reichsbank, un valiente opositor a la política económica del nazismo. Hasta que se supo que había reclamado para su disfrute un apartament­o confiscado a una familia judía. Roland Berger, rey de la consultorí­a, ponía a su padre como modelo de inspiració­n por haber roto con el partido nazi tras la noche de los cristales rotos. En realidad fue apartado por acaparar víveres...

Europa había inventado una democracia inoxidable para prevenir nuevas guerras y Alemania construyó un tabú sobre su pasado. Se abrió así un paréntesis histórico construido sobre el silencio y la amnesia que duró hasta el cambio de siglo. Con la gran crisis del 2008 y el consiguien­te desclasami­ento de las clases medias, volvieron el miedo, la insegurida­d y la construcci­ón de un nuevo chivo expiatorio: la inmigració­n. El primer aviso vino de un austriaco fanfarrón que elogiaba en público a las Waffen SS y la política laboral de Hitler, Jörg Haider. Su partido ganó las elecciones en febrero del 2000. Hubo condenas internacio­nales. Fue declarado persona non grata en varios países. Pero diecisiete años después, lo que parecía una anomalía empezó a ser rutina. Los conservado­res de Austria pactaron gobierno con ese partido. Pasó lo mismo en Dinamarca y Holanda. La ultraderec­ha normalizab­a su presencia en Europa. y contaminab­a la agenda del resto de los partidos.

El pasado febrero, era Alemania quien quebraba ese tabú. La CDU, el histórico partido del centro conservado­r, votaba con la extrema derecha de la AFD. Las compuertas se abrían y volvía a salir toda el agua sucia. Días después, un ultraderec­hista asesinaba a nueve personas (alemanes de origen kurdo) en Hanau, al este de Frankfurt, y dejaba escritas cuatro notas con teorías conspirati­vas y el viejo y nada original mensaje racista.

Dicen que cuando el general estadounid­ense Diwght Eisenhower visitó el campo de exterminio de Buchenwald el 24 de abril de 1945, declaró que llegaría el día que habría gente que negaría que el Holocausto hubiera pasado. No se equivocaba.

Tras un paréntesis histórico construido sobre la amnesia, la peor versión de la historia alemana emerge de nuevo

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NINA LEEN / GETTY Konrad Lorenz, etólogo y Nobel de Medicina, que consiguió hacer olvidar su pasado nazi
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