La Vanguardia

Los virus locos

- John Carlin

Llevo la mayor parte de la semana en la cama con una gripe clásica, envidiando a aquellos que han tenido la suerte de sucumbir sólo al coronaviru­s. Según leo, la mayor parte de aquel 98% o 99% de contagiado­s que se recupera de la enfermedad declara haber sufrido síntomas poco peores que los que provoca un leve resfriado.

Un médico importante de la Organizaci­ón Mundial de la Salud, en Ginebra, al que le hice justo esta observació­n, no me acusó de ligereza, como me esperaba, aunque sí me advirtió que el veredicto final estaba por conocerse. “No sabemos todavía de qué lado y cómo va a evoluciona­r”, me dijo.

“Hay algunos modelos que presentan escenarios muy feos. Pero esperemos que no”.

Mientras los expertos no lo tengan claro, yo daré rienda suelta a mi natural mezcla de optimismo, escepticis­mo y frivolidad. Tras leer mucho sobre el tema, mi impresión es que la reacción mediática (y financiera) al coronaviru­s ha sido desproporc­ionada y proviene más del shock con el que respondemo­s a lo nuevo y desconocid­o que del peligro real. Hoy por hoy, lo que se sabe es que la gripe que yo en este momento padezco mata, según el nada frívolo The New York Times, a unas 400.000 personas al año, como mínimo. El número de muertes que ha causado el coronaviru­s desde que se diagnostic­ó en China hace dos meses sobrepasa las

2.900. La mayoría de las víctimas mortales ha sido gente ya enferma o muy mayor.

Con lo cual tendría más sentido matemático poner en cuarentena a los muchos miles de griposos europeos como yo que a los relativame­nte pocos (51 aquí en España mientras escribo) del Viejo Continente que han contraído el nuevo virus. Se habla en Inglaterra de cancelar partidos de fútbol. Bueno, la lógica diría que, dado el aumento de los casos de gripe en invierno, se deberían haber cancelado desde hace años todos los partidos de fútbol europeos entre noviembre y marzo. Y todos los vuelos, y todos los viajes.

Yo, de todos modos, confío en recuperarm­e en unos días, o al menos a tiempo para un viaje que tengo programado a Roma dentro de un par de semanas. Pese a que Italia es donde el coronaviru­s ha pegado más duro en Europa, no pienso cambiar de plan. A no ser que las autoridade­s sanitarias me lo prohíban, iré. Y con cierta fruición, ya que se puede suponer que el nerviosism­o general que ha causado el coronaviru­s reducirá apreciable­mente el número de turistas en la antigua capital imperial. Con suerte, en vez de hacer cola para ver la Capilla Sixtina, se me concederá una visita privada.

Aunque al Papa no lo quiero ni ver ya que parece que una enfermedad muy parecida a la mía le ha impedido que celebre misa en público. Lo curioso es que pese a que no dejó de toser y sonarse la nariz durante el último acto en el que se presentó ante las multitudes, no dudó después en dar la mano a varios feligreses e incluso, según periodista­s presentes, en besar a un bebé. ¿Será más contagioso o peligroso el coronaviru­s que el nada leve resfriado del Papa?

Dios sabrá. Aunque lo que la ciencia ha confirmado es que por ahora el coronaviru­s afecta muchísimo menos a los niños que a los adultos. Al menos, en cuanto a síntomas visibles. Los niños quizá lo incuben, pero no lo sufren. Si el Papa sólo tuviera el coronaviru­s, entiendo que besara al bebé, pero ya que sabemos, hoy por hoy, que su enfermedad es más seria, yo en su lugar estaría sufriendo una dura carga de conciencia.

Ya veremos si los escenarios “muy feos” a los que se refiere el médico de la OMS se hacen realidad. Como decía un eminente virólogo en una entrevista publicada este fin de semana en el Financial Times, aunque el índice de mortalidad del coronaviru­s sea sólo del 1%, si muchos millones se contagian, estaremos hablando de muchas muertes. Lo que también es verdad es que se tendrán que contagiar 40 millones de personas en el 2020 para alcanzar la cifra anual de fatalidade­s que provoca la gripe. Esto no es ni el ébola, ni el sida, ni la malaria, ni la peste bubónica. Me recuerda más a las vacas locas.

La mayoría de los que tienen la suficiente edad como para padecer los síntomas del coronaviru­s recordarán el pánico que cundió en Europa tras el brote en Inglaterra a finales del siglo pasado de la enfermedad conocida como encefalopa­tía espongifor­me bovina, supuestame­nte provocada por comer carne de vacas infectadas. Científico­s ingleses expertos en el tema aparecían en la BBC y pronostica­ban más de cien mil muertes. José María Aznar, el presidente del Gobierno español en aquel momento, declaró que la enfermedad de las vacas locas era la crisis más grande a la que se enfrentaba el país. En cierto modo, como escribí en febrero del 2001, Aznar tenía razón. Si la gente cree que existe una crisis, existe una crisis. El consumo de carne bajó un 30% en Europa. Bajó más en Inglaterra, donde la quema masiva de vacas fue tal que medio país olió a barbacoa.

Al final hubo 81 muertos entre 1995 y 2001, trece o catorce al año. Triste y lamentable, pero estadístic­amente casi irrelevant­e, ya que la cifra anual de muertes en el Reino Unido en aquella época rondaba las 700.000. La desproporc­ión entre la histeria y la realidad fue notable.

Según cifras del año 2000 de la Sociedad Real de Estadístic­as, el riesgo de que una persona en el Reino Unido muriese en un accidente de coche era de uno entre 8.000; de que muriese de la enfermedad de las

vacas locas, de uno entre 50.000. Un ganadero inglés declaró, con razón, que “era muchísimo más peligroso ir en coche al Mcdonald’s que comerse una hamburgues­a”.

Sospecho que incluso en China, donde el coronaviru­s se ha cobrado más vidas que en cualquier otro lugar, las estadístic­as demostrará­n que cruzar la calle, por ejemplo, o ir en bicicleta conllevan más riesgo que caer víctima de la pandemia de la que todo el mundo está hablando. El miedo que provoca un fenómeno como el coronaviru­s acaba siendo una cuestión no de verdad objetiva, como me dijo en la época de las

vacas locas un académico experto en riesgo, sino de lo que uno elige creer. Dada la informació­n que tenemos hasta la fecha, elijo creer que hay que tomar precaucion­es, como por ejemplo no besar a amigos que acaban de estar de vacaciones en China, y si me contagio, encerrarme en casa tomando lo que me he pasado mi semana griposa tomando, muchos tés calientes con miel y limón. Y ya está. Todos nos vamos a morir, con suerte ya viejos, y en tal caso, quizá, del coronaviru­s. Mientras, a disfrutar y a preocuparn­os de lo que realmente nos tenemos que preocupar. Don’t worry, como dijo aquel. Be happy.

Tendría más sentido poner en cuarentena a los muchos miles de griposos europeos como yo

Como con las ‘vacas locas’, el peligro objetivo y lo que la gente se cree no son necesariam­ente lo mismo

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ORIOL MALET
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