Un sabio alemán
He visitado recientemente en la biblioteca de la Universidad suiza de Basilea una muestra sobre los historiadores del arte alemanes en homenaje a Jakob Burckhart. Destacaba con luz propia la poderosa invectiva de Erwin Panofsky ( Hannover 1892 – Princeton 1968) el más imaginativo historiador alemán de la cultura y un clarificador de los niveles iconográficos y sus derivaciones iconológicas en la pintura figurativa. Un sistema de análisis que creó Aby Warburg en su biblioteca legendaria de Hamburgo: la cultura entendida como seña identitaria de la Europa ilustrada. Panofsky se formó en Berlin , doctorándose en Friburgo en 1914 con una tesis sobre la teoría del arte de Durero, en la que entrecruza escolástica medieval y cultura clásica en el despertar científico del Renacimiento. Su libro Idea es todavía hoy de obligada lectura universitaria.
Discípulo de Riegl, el historiador del arte de mayor agudeza del siglo XIX, fue Warburg sin embargo la personalidad que deslumbró con su originalidad al joven graduado a quién enseguida integró en su equipo: a partir de 1921 empezó a enseñar en Hamburgo y desde 1926 fue profesor ordinario. En 1931 viajó por vez primera a la Universidad de Nueva York simultaneando con su actividad investigadora en Hamburgo. Ironías de la historia, en 1933 el nacionalsocialismo alemán tomó el poder y todo el profesorado judío fue obligado a volver a su país, pero Panofsky eligió el exilio que más tarde denominaría su “expulsión al Paraíso”. A partir de 1934 trabajó entre Nueva York y Princeton hasta 1962, cuando se jubiló como miembro distinguido del Institute for Advanced Studies. Un sabio internacional.
Erwin Panofsky ha pasado a la historia como un deslumbrante especialista en los aspectos metodológicos de la historia del arte, en un tiempo de titanes en la renovación del relato artístico con Gombrich a la cabeza. Su formación kantiana más que analítica, le aproximó a Cassirer, filósofo de las formas simbólicas, con quién cerró una frontal oposición al formalismo y la historiografía positivista resaltando la significación del arte para entender los acontecimientos históricos y los contenidos espirituales de una época. La perspectiva como forma simbólica fue la obra seminal de Panofsky en la que argumenta limpiamente que el sistema de representación del espacio renacentista deriva de una elaborada visión del mundo construida por la cultura italiana de su época. Obra que pone en práctica la disección de la arquitectura gótica a la luz del pensamiento escolástico. Una manera de escritura, como observamos, pioneramente interdisciplinar: proponer una historia del arte que evite el arqueologismo y se centre en los testimonios documentales y plásticos que mejor articulen el mayor número de ideas diferenciadas. Para el historiador, las ciencias sociales deben aspirar a crear unas estructuras de espacio y tiempo que Panofsky llama cosmos natural y sitúa frente al cosmos cultural. “El contenido de la obra de arte es aquello que la obra revela, pero que no destaca ostentosamente, sino que más bien hay que descubrir entre los motivos que disimulan los detalles, donde Dios se oculta”, pensaba Warburg.
La interpretación iconológica es así el grado elevado de la interpretación metodológica. Por un lado describir las figuras, qué nos cuentan las imágenes, la iconografía. Por otro su contenido latente, qué acumulan las miradas que el tiempo histórico ha depositado sobre ellas. Los distintos elementos que la historia ha ido añadiendo en un proceso complejo que podríamos llamar cultura visual. El descubrimiento y apreciación de estos valores es el cometido de la iconología, una categoría analítica que complementa la iconografía rigurosa.
Tomemos un ejemplo diáfano que nos aclarará las ideas, un cuadro de Rembrandt discutido por los historiadores. El levantamiento de la cruz (1633), de la Alte Pinakothek de Munich, que pone de manifiesto el esfuerzo en la representación veraz de los elementos necesarios para imaginar el momento histórico: el leño de la cruz, anclado en el suelo, empujado hacia atrás por los sepultureros que lo levantan, en diagonal como es el uso barroco. A cierta distancia un exótico “pachá”, según Burckhart, que observa extrañado la escena. He aquí el asunto iconográfico. El porqué de cada uno de estos gestos y actitudes lo explica el tiempo histórico y constituye el objetivo del análisis iconológico. La cultura heterogénea holandesa, la presión hostil turca, las exigencias del canon bíblico, las preferencias en los “comitentes”: un sinfín de motivos radiales que vertebran argumentos de peso y nos muestran la pluralidad iconológica de una pintura histórica. Toda obra encubre el valor de las múltiples representaciones precedentes.
La iconología es para Panofsky “una escenografía restrictiva pero ágil”, que sustrae la obra del aislamiento y la asocia con otros modos de análisis clarificadores: histórico, sociológico y hermenéutico. La iconología es, felizmente, el resultado de la síntesis y no del análisis. Un procedimiento que, confiesa el historiador, solo somos capaces de describir mediante una expresión largamente desacreditada. La intuición artística, vaya. Sólo es posible captar la realidad artística de una obra grande desvinculándose del presente y escrutando el pasado con la mirada crítica del conocedor y la ilusa esperanza de activarlo renacido. De hecho, concluye Panofsky, puede afirmarse que una persona ha vivido tantos miles de años como abarca la magnitud de su mirada histórica. La confidencia sabia de un maestro.