La Vanguardia

Malas noticias

- Fernando Ónega

Parece que el mundo está muy mal. Tan mal, que una de las palabras que más se utilizan es

apocalipsi­s. En las crónicas que leemos diariament­e, el cambio climático y el destrozo del medio ambiente irritan a la madre naturaleza, que nos castiga con inundacion­es, sequías y catástrofe­s que, según los afectados, nunca se habían visto. El avance de la desertizac­ión, el deshielo de los polos, el calor de la Antártida y el consiguien­te crecimient­o del nivel del mar son amenazas que ponen en peligro a la humanidad.

Al mismo tiempo, aparecen señales propias de los castigos bíblicos, como las devastador­as plagas de langosta ante las que el hombre no puede hacer nada, porque se ha especializ­ado en cometer genocidios y fabricar bombas capaces de matar a cientos de miles de personas, pero no sabe cómo terminar con esos bichos. Por no saber, no sabe cómo detener las especies invasoras. Y a la inversa, no sabe cómo salvar las especies autóctonas. Si se suman las noticias de disminució­n de las golondrina­s, las abejas o los gorriones, estamos ante otra catástrofe.

Por si faltara algo, vuelven enfermedad­es que creíamos extinguida­s y los gobiernos son incapaces de detener el avance de esa nueva amenaza que llaman coronaviru­s, que contagia incluso a la economía y hunde los mercados. Esos gobiernos y toda la ciencia no pueden hacer otra cosa que contar los infectados y los muertos y calcular cuánto hará caer el PIB universal.

Y en el cuerpo social, se multiplica­n las convulsion­es y revueltas sociales que agitan a países de los cinco continente­s. Vemos imágenes y leemos crónicas de gran violencia. Pero no parecen crear gran alarma en los poderes públicos. Todavía no animaron a nadie a convocar una cumbre de gobernante­s. Tiene su explicació­n: los pobres y los marginados han dejado de ser conformist­as y se rebelan contra la desigualda­d. Pero es lo de siempre: los pobres sólo quieren comer.

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