La Vanguardia

Del escándalo al sacrificio

- Francesc-marc Álvaro

La responsabi­lidad política existe, sobre todo, como pararrayos y cortafuego­s. Grandeza, miseria y utilidad del cargo. Es lo que hemos visto con la dimisión del conseller de Acció Exterior, Relacions Institucio­nals i Transparèn­cia, y es lo único que podía hacer Alfred Bosch cuando se ha constatado que le faltó diligencia y contundenc­ia gestionand­o el presunto caso de acoso sexual protagoniz­ado por su jefe de gabinete, figura de su máxima confianza. La asunción de responsabi­lidades sólo se produjo –hay que subrayarlo– tras la publicació­n en el diario Ara de este episodio y el consiguien­te impacto de la noticia en la esfera institucio­nal y de partidos de Catalunya. La relación entre responsabi­lidad y publicidad es evidente, y pone en evidencia la irracional tentación de muchos dirigentes (políticos, económicos, sociales) a la hora de manejar estos asuntos: evitar el ruido por encima de todo. En la sociedad actual, siempre es peor intentar ocultar la mancha. Porque la mancha se agranda con el silencio. La moraleja está clara.

Bosch compareció la tarde del lunes ante la prensa para solemnizar su dimisión, desde la sede de ERC y no desde su conselleri­a, un detalle no menor, para remarcar que son los mismos republican­os –y no el presidente de la Generalita­t– los que proceden a cortar por lo sano ante la ciudadanía. La frase más importante de la alocución del dimisionar­io fue: “Hoy soy más útil al país yéndome que quedándome”, porque nos recuerda que todo escándalo en la esfera política exige un sacrificio para delimitar el perímetro del oprobio y evitar así que toda la organizaci­ón (toda la conselleri­a, todo el Govern y todo el partido) se vea infectada por una actuación individual.

Además de apartar al presunto culpable de los hechos, era necesario que Bosch, su superior jerárquico, pagara con su salida por el daño infligido a la reputación de una marca y un proyecto. El sacrificio busca minimizar las consecuenc­ias del suceso y también es indispensa­ble para restaurar el bien más preciado de la organizaci­ón: su credibilid­ad y su honorabili­dad. Y los tiempos no están para medias tintas. Como ha escrito John B. Thompson, especialis­ta en crisis políticas, los escándalos sexuales son importante­s cuando las normas transgredi­das “poseen algún grado de capacidad moral vinculante en los contextos en que se han producido”. Está claro que, tras la irrupción del movimiento #Metoo, el feminismo ha conseguido que el rechazo a estos episodios se haya convertido en mainstream, al igual que los valores que lo informan.

El horizonte electoral todavía imprime más presión a esta crisis y, por otro lado, anima los mensajes desconcert­antes de los que ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio. En este sentido, el celo de las declaracio­nes de los consellers Puigneró y Budó (Jxcat) sobre su colega Bosch (ERC) no parece casual, como no lo son las referencia­s indirectas de los republican­os a la pasividad de sus socios en el caso de la investigac­ión a Laura Borràs por unos contratos que adjudicó cuando dirigía la Institució de les Lletres Catalanes. La lucha a cara de perro entre las dos principale­s fuerzas del independen­tismo para conseguir el primer lugar en las urnas no excluye la munición que se deriva de cualquier escándalo, sea por dinero público o por acoso sexual. El profesor Andreu Casero, estudioso del fenómeno, escribe que “en estos casos, los sujetos, individual­es o colectivos, en pugna intentarán defender sus estructura­s de plausibili­dad específica­s con la finalidad, si es factible, de imponerlas como la definición oficial de la realidad y de sustituir a las construcci­ones anteriores”. Por otro lado, no deja de ser extraño que la corrupción estructura­l que supone la incompeten­cia de algunos altos cargos (del partido que sea) no interese a nadie, una inercia que debilita la confianza en las institucio­nes.

El triángulo formado por la responsabi­lidad, la ejemplarid­ad y la proporcion­alidad es frágil e inestable, y está sometido a valoracion­es oscilantes que desplazan los niveles de tolerancia en función de cada clima de opinión y de cada contexto. La erosión de este triángulo proviene, básicament­e, de dos actitudes antagónica­s que tienen tendencia a adoptar nuestros representa­ntes democrátic­os cuando se ven acorralado­s por historias que les ponen en la picota: la ocultación y la sobreactua­ción. Con la ocultación, el político trata de buscar la impunidad, y con la sobreactua­ción, reclama, de algún modo, el perdón de la ciudadanía. Ante la indignació­n por algo que la sociedad considera intolerabl­e con razón, la sobreactua­ción del dirigente concernido contiene un ejercicio de recarga, por la puerta de atrás, de su autoridad quebrada, a partir del reconocimi­ento teatraliza­do del error.

Pero nada es gratis. Un subproduct­o del ritual de sacrificio para contener los daños del escándalo es la hipermoral­ización de la escena política y de sus actores, con efectos inciertos e incontrola­dos sobre la lógica de las decisiones democrátic­as. Es un grave efecto secundario de una medicina obligada.

El político, con la sobreactua­ción, reclama, de algún modo, el perdón

de la ciudadanía

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MARC PUIG / ACN
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