La Vanguardia

Los vinos del Jura

- Julià Guillamon

Un restaurant­e con un lavabo adaptado... no es tan fácil. Encontramo­s uno (que lo anuncia en la calle con una placa) y entramos. Es un restaurant­e que está la mar de bien. Apartado del barullo. Voy de inspección al lavabo y veo que podemos llegar sin problema. Cris ya da algunos pasos, con ayuda, y el último tramo puede hacerlo sosteniénd­ose en mí. Mientras almorzamos (un bacalao delicioso con escalivada de olivas y unos pequeños dados de calabacín, crujientes) me fijo en la gente. En la mesa de enfrente hay dos sumilleres. Uno es italiano, muy tatuado. El otro parece de aquí y y habla catalán y inglés. De cuando en cuando viene la sumiller del restaurant­e y comentan los vinos. Un señor, que habla inglés, y que está con la familia en la mesa del fondo, se acerca para probar y comentar la botella que los otros tres comentan extasiados. Tanto que, cuando la chica viene a retirar los platos, le pido qué es esta maravilla “Un vino del Jura, que es una región muy pequeña. Ahora todos los sumilleres suspiramos por estos vinos, que sen como algunos vinos de Jerez, que tienen flor”. Hago ver que sé de qué me habla. Cuando se va pienso: esta gente es feliz aquí dentro, hablando de vinos. En este mundo preservado que no tiene nada que ver con el pueblo que hemos cruzado hace un momento, con la silla, buscando el lavabo adaptado. “Cincuenta o sesenta años atrás, entorno al mercado, los feriantes y comerciant­es del mercado estarían

Que se trate de un señor mayor aumenta el sentimient­o de estar viviendo algo excepciona­l que se acaba

en unos bares bestiales, devorando arroces y grandes fuentes de cap i pota”. –le comento a Cris–.

Recuerdo que en el pueblo tenemos un gran amigo. Le llamo por teléfono y a los diez minutos está sentado con nosotros tomando un café y una grapa. Nos invita a ir al bar del que siempre me habla. Es de un señor mayor que ha conservado el establecim­iento de toda la vida. Lo frecuenta un grupo de gente del pueblo que no se encuentran bien en ningún otro sitio. Le visitan, hablan con él un rato, hablan entre ellos, toman cuatro cervezas y antes de las nueve de la noche retiran. El hecho que se trate de un señor mayor aumenta el sentimient­o de estar viviendo una experienci­a excepciona­l que se acaba. El bar nos gusta mucho, con los ventilador­es estropeado­s que nadie se ha molestado en descolgar del techo, la nevera de Coca-cola del año cincuenta y la barra, tapizada de piel con algún parche. El propietari­o pinta. Una temporada tuvo un negocio de coches de segunda mano. Y en la pared tenía algunos de los cuadros que nos muestra en fotografía. Veo un biscúter rodeado de flores y un Porsche rojo frente a unas nubes oscuras: son unos cuadros bastante psicodélic­os. La gente entraba en la tienda y preguntaba por los cuadros: no vendió ni un coche. Pienso: que feliz que es esta gente aquí, escondidit­a en este bar. No es tan distinto del restaurant­e fino.

Hacia las nueve de la noche tomamos el metro para regresar a casa. Es uno de aquellos metros que no tienen separación entre vagones, las sillas de ruedas van delante y vemos casi todo el tren hasta la cola. Gente vestida de negro, de gris, con caras tristonas. Eso es lo que llaman la sociedad.

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