La Vanguardia

Silencio en Roma

Acostumbra­dos al tráfico y a los gritos de los vendedores callejeros, los romanos se sienten extraños ante una ciudad desierta por el virus

- ANNA BUJ Roma. Correspons­al

La señora Irma arrastra su carrito de la compra a toda prisa. Es difícil verle la cara, escondida tras una enorme mascarilla, de las quirúrgica­s, y unas gafas de sol que le tapan parte de la nariz. Se encoge de hombros cuando le preguntan si tiene miedo. “Yo he vivido la guerra”, dice, tajante. Sigue andando a la carrera por la calle Giulio Cesare de Roma a por un supermerca­do abierto.

Metros más allá, el cine que normalment­e tiene colas de romanos dispuestos a ver los últimos estrenos luce sus persianas cerradas, como todas las otras salas de espectácul­os italianas. Las pantallas exteriores no anuncian los horarios de las últimas novedades de Hollywood. Ahora emiten las palabras de Amadeus, el presentado­r del último festival de San Remo, que pone voz a la petición del Gobierno italiano: quedaos en casa.

El día de ayer no fue bueno en Italia. El primer ministro, Giuseppe Conte, ya ha advertido que harán falta un par de semanas para ver los efectos de las restriccio­nes. En total, más de 15.100 personas han sido diagnostic­adas con coronaviru­s, y 1.016 han fallecido, 189 más que el miércoles. Otros 1.258 están en cuidados intensivos.

Los italianos recibieron estas cifras desde sus domicilios. Como ordena el último decreto, ninguna actividad económica salvo las indispensa­bles está abierta. La mayoría de las tiendas coloca carteles que dicen que sienten los inconvenie­ntes. Otras mandan mensajes tranquiliz­adores escritos con rotulador. El más repetido es “todo irá bien”.

Consciente­s de la importanci­a de la emergencia sanitaria, los romanos cumplen las órdenes a rajatabla. El resultado es un silencio incómodo. Acostumbra­dos a vivir entre el zumbido de las motos, el tráfico insoportab­le o los gritos de los vendedores callejeros, cruzar la calle sin llegar a ver ningún coche más que el de la policía impacta.

“Es una sensación muy extraña. Está todo cerrado. Yo nunca he visto algo así. En San Pedro estaba lleno de gente que paseaba. Ahora no pasea nadie”, lamenta Stefano, un jubilado de 69 años, que sale para ir a la farmacia y tirar la basura.

Bajar a la calle está permitido, pese a que el Gobierno recomienda que sólo un miembro por familia salga para cubrir las necesidade­s básicas, como sacar dinero o hacer la compra. Se puede correr, respetando la distancia de un metro, pero no hacer deporte en equipo. La policía multó a unos chicos que jugaban a fútbol en el parque de Villa Pamphili. Ni siquiera abren las iglesias: el vicario de Roma ha ordenado que las cierren a los fieles, en un movimiento sin precedente­s.

Desde este jueves los restaurant­es están cerrados, aunque pueden servir comida a domicilio. Quienes siguen trabajando pese a todo son los repartidor­es de empresas como Glovo o Deliveroo. “Nadie nos obliga, trabajo porque quiero el dinero”, defiende uno de ellos, preguntado por los riesgos que corre. Estaba ante un Carrefour, esperando la entrega de un pedido de alguien que no quiere, o no puede, abandonar su refugio. Un hombre muy elegante, vestido con traje y corbata, sale con tres botellas de whisky. Cada uno encara la cuarentena como quiere.

En el Mercato Trionfale, uno de los mayores mercados de Roma, muchas paradas han instalado cinta adhesiva de colores para marcar a la clientela las distancias básicas para no ponerse en riesgo de contraer el virus. Vendedores y compradore­s hablan a través de las mascarilla­s. Toda precaución es poca.

“Yo, si fuera por mí, me quedaba en casa y no salía en días”, cuenta el carnicero, que abre su puesto para no perder a sus clientes de toda la vida. “En España estáis como nosotros hace una semana –avisa–. Diles que se lo tomen en serio. Que cierren todo antes de que sea tarde. Nos ha cambiado la vida”.

Los negocios alimentari­os y las farmacias no son los únicos que pueden abrir. También los servicios postales –sirven también para pagar las facturas de la luz y del gas, aunque el Gobierno sopesa suspenderl­as–, los quioscos –porque los diarios son una “necesidad”– o las asegurador­as tienen permiso. Las ópticas, también, tienen la misma categoría que las parafarmac­ias. Trabajan en los estancos, que en Italia sirven para pagar facturas o jugar a juegos de azar. “Aunque haya una guerra, nosotros abriremos”, promete un estanquero.

El virus en Italia tiene efectos diferentes para cada persona. Hay quien se arregla para alegrar los ánimos, como una mujer que va a comprar con unos altísimos tacones –pese a los incómodos adoquines romanos– y combina sus guantes azules de látex con un pañuelo del mismo color que le tapa la mascarilla. Otros se sienten más solos que nunca. Es el caso de los ancianos, solteros o viudos, a quienes nadie ya osa visitar. Son los que más riesgo correrían si lo contrajese­n.

“Yo voy a hacer la compra porque no tengo a nadie más”, dice la señora Gabriella, una viuda de 80 años, que al ver a una reportera haciendo preguntas espera atentament­e para ser entrevista­da. “Hace días que no hablo con nadie. Mis hijos me vienen a ver normalment­e el fin de semana, pero ahora no se atreven. Me acuerdo de la guerra. Cuando mi padre venía a casa, lo primero que hacíamos era ir corriendo todos los niños a abrazarle. Ahora, ni siquiera eso. Tenemos que hablar así, a distancia”, apunta, señalando con tristeza el metro y medio que la separa de su interlocut­ora.

Preguntada por si tiene miedo, una mujer se encoge de hombros: “Yo he vivido la guerra”

Un efecto colateral es la soledad de los ancianos solteros o viudos, a quien nadie osa visitar para no contagiarl­es

 ?? ALESSANDRO DI MEO / EFE ?? La Fontana di Trevi, uno de los puntos más turísticos, normalment­e atestado de público, aparecía ayer desierta
ALESSANDRO DI MEO / EFE La Fontana di Trevi, uno de los puntos más turísticos, normalment­e atestado de público, aparecía ayer desierta

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