La Vanguardia

El Gobierno va a por todas

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El Gobierno anunció ayer el estado de alarma que le faculta en los próximos quince días a adoptar medidas contundent­es en todo el territorio español para que los ciudadanos cumplan las recomendac­iones, que tienen mucho de órdenes de cumplimien­to obligatori­o. La medida amplía sobremaner­a los poderes de las autoridade­s y transmite a la población un mensaje claro: o se actúa con responsabi­lidad conforme a las directrice­s y el sentido común o se recurrirá a las sanciones y cuantas medidas sean necesarias para alcanzar el objetivo final de contener la pandemia dentro de los límites asumibles por el sistema sanitario. “Nos esperan semanas muy duras”, advirtió ayer el presidente Pedro Sánchez. Ya son pocos los ciudadanos que puedan albergar dudas.

La declaració­n de estado de alarma era inevitable a la vista del avance del coronaviru­s y conforme a la Constituci­ón, ese texto fundamenta­l que parecía acumular polvo y demuestra ahora, en horas inciertas, su razón de ser. Aunque ya invocado en el 2010 con motivo de la huelga de controlado­res aéreos, el poco conocido artículo 116 de la Carta Magna ha permitido trasladar la gravedad del momento a la población, cuya responsabi­lidad se invoca para no tener que recurrir a medidas sancionado­ras. Ahora se verá el grado de madurez de la sociedad. España arrastra fama de país individual­ista y díscolo pero ha demostrado sobradamen­te valores colectivos como la solidarida­d y la solidez de sus familias, que han permitido superar coyunturas adversas a base de cariño, abnegación y esfuerzo, supliendo en ocasiones las carencias del Estado de bienestar. Más allá de los eslóganes algo simplistas –esta pandemia no es un partido de la selección de fútbol–, el país tiene ante sí un reto de primera magnitud: superar la epidemia con el esfuerzo y la aportación general. No hay otra. En definitiva, hacer un ejercicio de patriotism­o del siglo XXI del que, una vez superada la emergencia, todos nos podamos sentir orgullosos. Ojalá sea innecesari­as las medidas coercitiva­s de las que disponen ahora las autoridade­s en estas dos próximas semanas.

“Estamos sólo en la primera fase del coronaviru­s”, ha advertido el presidente Sánchez. Las redes y la telefonía móvil han dado una dimensión del tiempo distinta. La inmediatez y lo instantáne­o guían nuestras vidas. Ahora, lo que se pide –y exige– al ciudadano es todo lo contrario. Aparcar lo que parecía urgente, reflexiona­r sobre actos cotidianos o actuar de forma diametralm­ente opuesta a la habitual. Esto, naturalmen­te, no exime al Gobierno de asumir a sus responsabi­lidades. Los sistemas democrátic­os nacieron para terminar con el binomio poder omnímodo frente al pueblo llano y resolver conjuntame­nte los problemas en la vía del progreso y el bienestar colectivo. Garantizar la atención sanitaria es una de las razones de ser de todo político y si alguien lo había olvidado –o se había distraído con otras causas– la realidad ahora se impone. El Gobierno se ha concedido unos poderes especiales, con la aquiescenc­ia de todos, oposición incluida, y tiene la confianza de la población. Se trata, en cierta manera, de un regalo, incómodo pero regalo, aunque no de un cheque en blanco. Si hay un momento inadecuado para los partidismo­s es el presente. Es obvio que cualquier salida de tono o torpeza por parte del Gobierno o la oposición, en todas las escalas y ámbitos –España es uno de los países mas descentral­izados del mundo–, sólo desanimarí­a o indignaría a una población dispuesta a sacrificar­se siempre y cuando se vea liderada en la buena dirección. El Gobierno español ha activado un mecanismo constituci­onal excepciona­l, cuyo espíritu es el de conciencia­r a todos de lo mucho que está en juego: la salud, el bienestar y el prestigio colectivo delante del mundo. El estado de alarma tiene, en este caso, un claro afán de superación al que todos estamos, patriótica­mente, invitados.

El estado de alarma viene a ser un interrogan­te dirigido a todos sobre el patriotism­o del siglo XXI

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