La naturaleza de numerosos empleos impide a los profesionales trasladar su labor a casa pese a las peticiones oficiales
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ENRIQUE FIGUEREDO
Algunos analistas vaticinan que la crisis sanitaria motivada por la irrupción del coronavirus va a suponer para la humanidad un cambio de paradigma global. Pero mientras ese punto de giro planetario se sustancia, las cuestiones más terrenales requieren atención perentoria. Una enorme porción de la población activa siente como totalmente ajeno cualquier llamamiento al teletrabajo. Un repartidor motorizado, un trabajador doméstico, una empleada de supermercado o un mecánico, por poner unos ejemplos, no pueden atender a esas recomendaciones que dan las administraciones de forma comprensiblemente machacona.
Este reportaje se hizo antes de la declaración del estado de alarma. Antes de este sábado, la eventual llegada de un confinamiento al estilo del que actualmente se produce en Italia –se han cerrado todos los negocios salvo farmacias y supermercados–, aterraba a este grupo de profesionales para los que el teletrabajo no es una opción. La naturaleza de su actividad no lo permite. La mayoría de ellos requieren, además, del continuo contacto con el público para desarrollar su labor, esa que les garantiza los ingresos para su sostenimiento económico. El temor a una ralentización de la actividad o a la imposición de condiciones para trabajar preocupa a estas profesiones. La mayoría de los entrevistados por La Vanguardia reclaman que la administración acompase esas medidas de restricción extraordinarias con otras que atenúen las más que previsibles pérdidas. Muchos profesionales que no pueden teletrabajar piden que los pagos sobre determinados deberes fiscales no sólo se aplacen durante esta crisis sino que se perdonen.