Nuestra debilidad ante el espejo
El siglo de la globalización avanza de manera trabajada y pesada, con una imprevista e imprevisible pandemia de coronavirus. El cambio de época al cual asistimos comporta modificaciones de todo tipo, de tipo antropológico y cultural, social y político, tecnológico y económico. Ahora, con la pandemia estamos descubriendo que los cambios globales pueden afectar, gravemente, a la salud de la persona humana. Con el virus, el ser humano, artífice de la historia, de la cultura y de la ciencia, y al mismo tiempo guardián de la tierra, queda reducido a bien poca cosa. Un virus incubado en Wuhan se ha derramado como la pólvora y en estos momentos sacude los cimientos de la vida de mucha gente por todo el planeta. El virus ha puesto nuestra debilidad ante el espejo. Pensábamos que éramos casi inmortales y he aquí que de repente, ante un virus agresivo, mueren miles de personas y millones más caen en un sentimiento de angustia colectiva, que se contagia a toda prisa. ¿Cómo podemos reaccionar?
La actual situación hace ver que nadie se salva sol. O flotamos todos o nos hundimos todos. O nos ayudamos los unos a los otros o no podremos salir adelante. La opción individualista, la que consiste en aislarse y construirse un mundo en la medida del propio yo, no es nunca sostenible, pero todavía menos cuando se desencadena una amenaza común de estas dimensiones. Sin alguien al lado, no nos podemos salvar. Sin un tejido esponjoso de afectos y de amistad, no podemos superar una fuerza de mal que golpea el mundo, especialmente los más débiles de la sociedad.
El individuo autosuficiente, orgulloso de sí mismo y de sus triunfos, se rompe ante una enfermedad global, de la cual se saben pocas cosas. Y es que la sorpresa forma parte de la historia. No somos dueños de nuestro destino. La salvación no sale de nosotros mismos, viene del lado nuestro y viene sobre todo de arriba. Por eso en momentos difíciles nos convertimos más que nunca en mendicantes.
Y al mismo tiempo, una dificultad global seria como el coronavirus, nos convierte en gente atrapada por el miedo. Y luchar contra el miedo no es nada fácil, porque todos nos queremos autopreservar. Paradójicamente, el arma más eficaz contra el miedo y contra el pánico es dejar de pensar en uno mismo de manera única y unívoca –a veces incluso enfermiza–, y entrar en un nuevo espacio: la preocupación por el otro. Se acercan tiempos complejos en los cuales muchas personas se sentirán solas en razón de los aislamientos a que se verán sometidas.
Me refiero, por ejemplo, a las personas mayores, a los mismos enfermos del virus o a los sospechosos de tener la enfermedad. Estos aislamientos, que son sanitariamente necesarios, provocan una especie de vacío de espíritu, como la provoca la obligada falta de manifestaciones de afecto y cariño. Al que está solo, se le añade más soledad.
Pues bien, el quién cuida de la otra persona recupera el coraje. El que se plantea la solidaridad hacia el otro sale de la angustia, en un tiempo en qué el yo tiende a dominar sobre el nosotros. Sería una lástima que la crisis del coronavirus no ayudara a pulir la conciencia común de la humanidad y no la purificara del individualismo y la indiferencia.
De este tiempo de prueba, puede surgir una civilización que globalice la solidaridad, que encuentre maneras concretas de vivirla, que vea la tierra como la casa común de los seres humanos.
El arma más eficaz contra el miedo y el pánico es dejar de pensar en uno mismo y preocuparse por el otro