Una crisis sin precedentes
Alo largo de la semana que hoy termina, la percepción popular sobre la crisis del Covid-19 ha variado en España. Hemos pasado de considerar dicha crisis un problema primero chino, y después italiano, a reparar en su dimensión y en la manera en que afecta a todos los países, entre ellos el nuestro. Hoy somos ya conscientes de que estamos ante una gran crisis de la era global, sin precedentes.
El pasado fin de semana había en el mundo 100.000 contagiados, Italia cerró el norte del país, aislando a dieciséis millones de personas, y se registró el primer fallecimiento en Catalunya. En días sucesivos, toda Italia cerró sus fronteras, la Unión Europea decretó un primer plan de ayudas, y el miércoles el Covid-19 fue calificado ya de pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Luego las cosas se precipitaron. Las bolsas, desde la estadounidense hasta la española, sufrieron caídas históricas. A los brotes descontrolados de Madrid, Vitoria o La Rioja se sumó el de Igualada. El viernes, Pedro Sánchez anunció el estado de alarma, que ayer se concretó en un real decreto, plenamente operativo mañana, y que faculta a su Gobierno para tomar medidas de excepción, como limitar ampliamente la movilidad de los ciudadanos, tras haber suspendido el sistema educativo y cancelado actividades culturales o deportivas. También le faculta para manejar todos los recursos disponibles, públicos y privados, civiles y militares, del modo que considere más oportuno en la lucha sanitaria. Este fin de semana la cifra de contagiados globales por el coronavirus había crecido casi un 50% respecto a siete días atrás –con aumentos rápidos en EE.UU. y España–, y en nuestro país el número de casos confirmados rondaba los 6.000.
La perspectiva no es halagüeña. España parece dirigirse al pico de la crisis. Sánchez afirmó el viernes que quizás en el curso de la próxima semana el número de infectados ascienda en nuestro país hasta los 10.000, triplicando holgadamente las cifras de la primera parte de esta semana. El presidente calificó sin rodeos de “duras” las semanas que se avecinan.
Obviamente, el objetivo principal es ahora frenar, en lo posible, la expansión de la epidemia entre nosotros, para reducir la afectación sobre los ciudadanos. Previsiblemente, la cifra de víctimas mortales crecerá, dañando sobre todo los grupos más vulnerables, como los de personas de edad con patologías previas. Se trata de limitar este crecimiento, aplicando todos los recursos disponibles.
La responsabilidad ante ese cometido está muy repartida. En primera línea están los médicos, las enfermeras y todo el personal sanitario que lucha contra una enfermedad nueva, para la que todavía se carece de vacuna. Las autoridades tienen también una amplia cuota de responsabilidad, puesto que son las encargadas de responder, y de anticiparse, al desarrollo de la crisis. Son ellas las que deben tomar las medidas oportunas, por impopulares que puedan parecer, y gestionar los recursos humanos y materiales necesarios. Y es la población, en su conjunto, la que carga acaso con una mayor responsabilidad. Porque la contención de la epidemia no depende únicamente de los sanitarios, que entran en acción para tratar los casos declarados, ni de las autoridades, que ordenan las medidas preventivas y paliativas, sino, y de modo principal, de todos nosotros. Está en la mano de los ciudadanos actuar con la mayor cautela, evitar los contactos que puedan extender la mancha creciente de la epidemia y, a tal fin, obedecer las indicaciones de las autoridades, como por ejemplo extremar las medidas de higiene personal, mantener las distancias en las relaciones sociales y, claro está, evitar los contactos y las aglomeraciones. La disciplina social es crucial para limitar los daños que se producirán en esta coyuntura.
La crisis del Covid-19 acabará pasando. Requerirá más o menos tiempo. En China, donde arrancó en enero, empiezan a darla por contenida, tras más de 80.000 infectados y 3.000 muertos. Sus autoridades sanitarias no prevén el fin de la pandemia hasta junio, pero consideran que se ha hecho ya lo principal para doblegarla. En Italia, las estrictas medidas de contención han dado también resultados positivos, aunque tardíos: la mortandad supera las mil personas entre un total de 15.000 infectados. Y en España se hace difícil pronosticar la duración de la fase crítica, aunque no debe descartarse, según predijo el propio presidente del Gobierno, que “dure semanas”.
Naturalmente, esa duración dependerá de las medidas que se adopten y, en no menor proporción, de su estricto cumplimiento. También de la transparencia con la que se comunique la realidad en cada momento y de la coordinación de las acciones de los distintos países afectados.
En este sentido, queda todavía mucho camino por recorrer. Las reacciones nacionales a un mismo problema han sido dispares. China respondió con fuerza y echando mano de recursos propios de un Estado con libertades restringidas, efectivos, sí, aunque no de recibo en democracias plenas. Taiwán se caracterizó por su diligente reacción, que ha reducido mucho las cifras de contagios y muertes. El epicentro de la pandemia está ahora, según la OMS, en Europa. Italia fue el primer país sorprendido por el Covid-19 en nuestro continente y pagó por ello con un resultado muy negativo, ya apuntado. EE.UU., tras una primera reacción desdeñosa del presidente Trump, como si se creyera a salvo de la pandemia, acabó declarando anteayer el estado de emergencia nacional, cuando se había convertido ya en uno de los países donde el virus se expandía a mayor velocidad. El Gobierno británico de Boris Johnson ha sorprendido al no cerrar –pese al importante número de contagiados británicos, entre ellos la ministra de Sanidad– ciudades ni escuelas ni actos públicos de gran audiencia y al no cancelar vuelos llegados de otros países, como hizo en Estados Unidos Trump con todos los procedentes de Europa salvo –hasta ayer, cuando cambió de opinión– de los que partían, precisamente, del Reino Unido e Irlanda. Quizás, como dijo la canciller alemana, Angela Merkel, entre el 60% y el 70% de la población vaya a contraer antes o después el virus, a menudo con leves consecuencias. Pero la política de Johnson, que el jueves anunció que se arriesga a no contenerlo ahora, con la esperanza de proteger mejor la economía a largo plazo, aun a sabiendas de que, como dijo, “muchas más familias van a perder a seres queridos”, no parece la más adecuada.
Con agentes como Johnson no va a ser fácil la coordinación internacional, pese a que sigue siendo un elemento clave e indispensable para contener a escala nacional y global el virus. Y todo indica que eso pasa por un nivel de diálogo y entente que todavía no se da, y que esperamos se dé a partir de mañana tras la videoconferencia prevista por los líderes de los países del G-7. Es tan importante que todos los países extremen sus medidas de control –España no lo hizo suficientemente bien, y su bajo nivel de tests de diagnóstico y otras acciones preventivas contribuyó, probablemente, a disparar la tasa de propagación– como que cada uno de ellos, afectados o aún exentos, actúen al alimón. De no ser así, la factura que pagaremos por el Covid-19 será mucho más alta, tanto en lo relativo a vidas humanas como a costes económicos, que a estas alturas ya son de una enorme consideración.
La perspectiva no es halagüeña en Europa ni en nuestro país, que se dirige hacia un pico de contagios
La coordinación es básica, entre personal sanitario, autoridades y ciudadanos, y también entre países
La explosión del Covid-19 será contenida antes o después, pero quedan por delante semanas “duras”