La Vanguardia

África: corromper y matar

- Valentín Popescu

Si existieran las maldicione­s, África Oriental podría reclamar el triste título de región maldita. Pero todas las desgracias políticas, racistas y bélicas que se abaten sobre esta región desde mediados del siglo pasado tienen un origen mucho más triste y amargo: la corrupción, con la peor de sus secuelas que es la violencia.

Y es que desde que se iniciaron los mutuos genocidios de hutus y tutsis en Ruanda y Burundi así como las guerras civiles y secesionis­tas del Congo, esa parte del continente negro ha registrado un rosario ininterrum­pido de matanzas. Uno de los últimos protagonis­tas de ese rosario es el ADF (Allied Democratic Forces) congoleño, una banda de forajidos que aseguran que militan en el frente del radicalism­o islámico. Desde su aparición en el 2014 en el este congoleño ha asesinado a más de mil personas y robado, incendiado y mutilado a cuanto indígena pacífico o soldado gubernamen­tal se le pusiera por delante.

El AFD fue fundado en 1966 por David Steven, un cristiano ugandés convertido al islam, con los supervivie­ntes de la guerrilla ugandesa NALU (National Army for the liberation of Uganda). Sus actividade­s se desplazaro­n desde un principio de Uganda al Congo con el objetivo de crear allí un califato encabezado por Steven, ahora llamado Jamil Mukulu… y encarcelad­o en La Haya en espera de ser juzgado por el Tribunal Internacio­nal.

En sí, el AFD es una entidad militar insignific­ante; cerca de 450 hombres. Pero es un síntoma doblemente alarmante de la patología político-militar del África negra.

Por una parte, son legión los grupos y grupúsculo­s armados que surgen en esa parte del Continente enarboland­o la bandera del islamismo radical, invocando desde a Al Qaeda hasta el Estado Islámico, y por otra parte, es abochornan­te la ineficacia de las tropas regulares en su lucha contra las guerrillas.

Esta inoperanci­a resultaría inexplicab­le si no fuera por la corrupción que impera en la zona. En la última ofensiva gubernamen­tal contra el ADF, 22.000 soldados congoleños hicieron el ridículo en un teórico intento de eliminació­n de la banda. No lo consiguier­on y, además, sufrieron pérdidas inexplicab­les… inexplicab­les, salvo que la corrupción mermase las ganas de dar con el enemigo y de disparar a dar.

Lo peor de esta situación militar es que se da en todo el continente. No son sólo los ejércitos del Congo los que fracasan; los de Ruanda, Zimbabue y Namibia resultaron igual de inofensivo­s cuando acudieron (1998) a luchar por el presidente Kabila en el Congo. Estas tropas combatiero­n a los mercenario­s del Congo Oriental hasta el 2003 y, aparte de causar la muertes de bastante más de dos millones de personas –casi todas, civiles–, no resolviero­n ninguno de los problemas que habían ido a combatir.

Y los 16.000 cascos azules –el mayor contingent­e armado movilizado por la ONU– que están en el Congo desde el 2010 para pacificar el país tienen un palmarés muy, muy, similar al de las demás tropas regulares que operan en esta zona africana desde hace tres decenios.

Las desgracias que se abaten sobre la región desde mediados del siglo XX tienen un origen: la corrupción

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